Sobre un cuento de Kafka

Por JC Ramírez

“En la colonia penitenciaria” presenta a un oficial que a punto de ejecutar a un soldado por mal comportamiento explica a un explorador el procedimiento de la máquina que castigará al reo: escribir una y otra vez sobre su cuerpo el nombre del delito que ha cometido. Pero sólo sobre el final del texto se dará cuenta de que la máquina, aparte de escribir la misma palabra, lo hace aumentando gradualmente su profundidad sobre el cuerpo del convicto, que es previamente atado en una camilla. Así, la máquina tortura la carne y el espíritu, no deteniéndose hasta traspasar el cuerpo de la víctima con la palabra que condena.

El cuento inicia con la línea de diálogo: “—Es un aparato singular”, lo cual suscita en el lector la expectativa de saber de qué aparato se habla, y a la vez introduce de lleno en una situación con el solo -pero puntual- dato de enmarcamiento del título (“En la colonia penitenciaria”). Así, uno se encuentra de pronto en la mismísima situación narrada, en un lugar que no se abandonará hasta terminado el relato.

El tiempo de lectura del texto está graduado en correspondencia al tiempo en que ocurren los hechos narrados. El tiempo que pasa el personaje en la colonia penitenciaria, aproximadamente una hora reloj, es el mismo tiempo que ocupa la lectura del cuento. Que sumado a que la presentación de los hechos en total orden cronológico y en un solo escenario (que además está completamente aislado), en el cual se presenta al personaje principal como ignorante de lo que ocurre y apenas atisbando el riesgo que corre, se logra una situación que instaura suspenso e incertidumbre sin dar al lector motivo de distracción, promoviendo a la vez el deseo de que termine la lectura, no tanto para saber qué pasa en el final, sino por el deseo de que termine la situación angustiante.

Kafka, como ya se dijo, nos hace estar en la escena de una manera expedicionaria. Comienza el texto con una línea de diálogo, luego introduce todas las explicaciones del oficial, que paso a paso explica el funcionamiento de la máquina y luego todos los diálogos de los personajes, sin hacer saltos temporales ni omisiones.

Así, el lector no puede abandonar la lectura; el texto no le permite detenerse a reflexionar. El lector está condenado a sentir lo que el narrador ha querido que experimente: el mareo, el vértigo, la perturbación de estar en la situación presentada, de estar en la colonia penitenciaria.

¿Una máquina que mata escribiendo? ¿Matar con la palabra? Un proceso lento y doloroso que comienza en nadería y que poco a poco carcome la piel, la grasa, la carne.

¿Una máquina que mata escribiendo? Higiénica, con un hilo de agua que luego de lastimar lava la sangre.

Es, en este cuento, la palabra la que condena. Quien posee al poder de escribirla sobre los otros es quien hace de ella un instrumento de hostigación, de castigo, de tortura y muerte. ¿Es sólo en esta fábula donde la palabra hiere, condena, mata?

¿Qué máquina posee el hombre real, que enuncie, que repita y repita hasta más allá del hartazgo una aserción lapidaria, un insulto, una injuria? ¿Quién la maneja y con ella condena a quienes se ven debajo, inscriptos? ¿Hay una máquina real, exenta al hombre? ¿Necesita el hombre una máquina para marcar a otros, para señalarlos y condenarlos con su estigma, con la sola palabra?

¿No basta sólo con la palabra?

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