La vuelta al mundo

La tragedia griega

Rogelio Alaniz

Se dice que los griegos inventaron la democracia y la tragedia. De la democracia hoy no tienen mucho que decir, sobre todo en un país que desde hace más de dos décadas es gobernado por dos familias: los Karamanlis conservadores y los Papandreu socialistas, designaciones ideológicas que hoy al común de la gente no le dicen demasiado, salvo que entre unos y otros hay cada vez menos diferencias. De la tragedia pueden decir algo más, muy en particular cuando en las calles de Atenas y las principales ciudades de Grecia las multitudes furiosas se movilizan luchando contra las consecuencias de un ajuste que, por un camino o por otro, les llegará inevitablemente.

Grecia no ha sido más que la punta del iceberg de una crisis que es económica, financiera y que puede transformarse en política, para espanto de los venerables burócratas de la Comunidad Económica Europea. Por lo pronto, la crisis se ha extendido a Portugal y España y el reguero puede atravesar los sólidos muros levantados en los Pirineos, porque de las crisis, como de ciertos fenómenos de la naturaleza, se sabe dónde comienzan pero no dónde terminan.

Si en el orden nacional a las crisis las pagan los pobres, en el orden internacional golpean en los arrabales de Europa, es decir, en las naciones pobres, poniendo en evidencia la naturaleza cíclica del capitalismo y el principio de que la crisis es al capitalismo lo que la tempestad al cielo sereno: algo tan inquietante como inevitable. De las crisis en la etapa del capitalismo globalizado no es mucho lo que se sabe, salvo que son inevitables y que en algún momento se superan. Más interesante que conocer lo que es obvio, es saber los costos que se pagan y qué es lo que se puede hacer para pagar costos menores.

Lo que resulta claro es que los ajustes se presentan como inevitables. Su rigor depende más de la estructura del sistema que de la buena voluntad de los administradores políticos de turno. Más allá de lo que se diga o se vocifere, en sociedades democráticas a ningún gobernante le resulta agradable anunciar un ajuste. Bastaba con ver la cara de Zapatero para darse cuenta de que la historia le obligaba a beber el cáliz más amargo de su carrera política. Y sin embargo, no le quedó otra alternativa que hacer lo que hizo.

Es probable que a Raúl Castro tampoco le haya resultado agradable anunciar para los cubanos un ajuste más, aunque en este caso dispone del “beneficio” de una dictadura que le pone límites frontales a cualquier intento de protesta social, mientras que en el orden internacional la misma izquierda que sale a la calle a condenar al capitalismo “ajustador”, levanta un piadoso y comprensivo manto de silencio cuando el ajuste se hace en nombre del comunismo.

Respecto del “Viejo Mundo”, es importante despejar algunos malos entendidos: la Unión Europea no va a desaparecer por esto, motivo por el cual sería aconsejable que la izquierda no se tome el trabajo de extender certificados de defunción a quienes, mal que les pese, gozan de buena salud. Una tempestad por más inclemente que sea no hará naufragar a la vieja y distinguida Europa, lo que traducido a términos políticos quiere decir que ni sus instituciones burocráticas ni su moneda van a perder actualidad, entre otras cosas porque a pesar de las desagradables novedades la clase dirigente sabe que todas las dificultades que pueda presentar la unidad europea son ínfimas al lado de las desgracias que acarrearía romper el acuerdo tan laboriosamente conquistado.

La Unión Europea es un contrato político, pero también económico y financiero. Costó mucho esfuerzo arribar a este entendimiento como para que el primer contratiempo lo haga volar por los aires. Los líderes de Alemania y Francia, pero también los de Gran Bretaña, Holanda y las satisfechas democracias nórdicas, saben muy bien que el acuerdo nace como resultado de la experiencia de dos guerras mundiales que se iniciaron en Europa debido a la irresponsabilidad política y los delirios de grandeza de una clase dirigente que en nombre de esas ilusiones, no vaciló en sacrificar millones de vidas en el altar de las ideologías totalitarias y las alucinaciones imperiales.

Siempre se supo que había una Europa opulenta y otra pobre, pero siempre se creyó que esas diferencias podían asimilarse o disimularse. Esa ilusión ahora se ha roto. No se sabe qué ilusión la reemplazará, pero después que se salga de este atolladero nada volverá a ser como antes. Lo que queda claro es que los ajustes son una consecuencia no una causa. Y que los ajustes como las intervenciones quirúrgicas son desagradables, pero siempre es mejor hacerlos a tiempo, porque en estos temas la tardanza sale más cara. Lo ideal es que los costos se paguen atendiendo el principio de la proporcionalidad. Es lo ideal. Pero en estos temas los ideales nunca se cumplen, por lo que nadie debe extrañarse que sean los más débiles, los más pobres, los que sufren con más rigor las consecuencias.

Todos, hasta los socialistas, admiten que el Estado de bienestar, responsable de los “treinta gloriosos años”, ha llegado a su fin. Asimismo, hasta los conservadores, incluidos los de la reciente variante “compasiva”, admiten que algo hay que hacer para impedir que la sociedad retroceda hasta merodear por los territorios de la barbarie. Se sabe que el capitalismo y la economía de mercado son categorías sociales diferentes pero articuladas. Se admite que el capitalismo es económicamente muy eficaz, pero socialmente cruel y demasiado inestable para sociedades que odian la inseguridad y los saltos al vacío.

En su momento se supuso que las regulaciones podían poner límites a los desbordes de un sistema asentado en el beneficio y la ganancia individual. Es fácil decirlo, pero mucho más difícil hacerlo. Regular es un verbo que los conservadores británicos y alemanes lo conjugan con bastante soltura. Pero el problema, el desafío real, consiste en establecer la proporción exacta entre cuánto se debe regular y cuánto se debe dejar en libertad.

Tres principios clásicos le permitieron funcionar al capitalismo en las sociedades europeas de posguerra. El primero fue establecido por Keynes, que siempre propuso utilizar las finanzas públicas para amortizar las oscilaciones del sistema en lugar de respetar los equilibrios formales; luego por Beveridge, que advirtió sobre la necesidad de cuidar la protección social, no sólo porque así lo aconseja el humanismo occidental, sino porque provoca una aceptable estabilización del sistema al nivelar la demanda; el tercer principio lo explicó mejor que nadie un empresario norteamericano ávido de riqueza y declarado antisemita...se llamaba Henry Ford...y siempre aconsejó pagar sueldos elevados para que los obreros pudieran disponer de recursos para consumir.

Estos tres principios entraron en crisis con las mutaciones que produjo el capitalismo a mediados del década del setenta del siglo pasado y el desarrollo de las visiones neoliberales que, atendiendo al colosal desarrollo de las fuerzas productivas, valorizaron las virtudes de la libre empresa y el beneficio individual, logros que sólo serían posibles, entre otras cosas, pagando menos impuestos y reduciendo los servicios públicos y la seguridad social.

La crisis de esta coyuntura es probable que se supere, pero hacia el futuro las grandes amenazas a las sociedades abiertas son cada vez más alarmantes. Estas amenazas son: el cambio climático, las crisis nacionales, el terrorismo, la pauperización y el trabajo precario y los desequilibrios financieros.

Sobre este último punto son necesarias algunas consideraciones para entender lo que está sucediendo en Europa. El capital financiero no suele ser simpático, es el chivo expiatorio de todas las crisis, pero es indispensable para lubricar al sistema. Plantear su desaparición es algo tan inútil como exigir que no llueva o que no salga el sol. Lo que importa en todo caso es conocer cómo es su actual despliegue y qué peligros puede representar para las economías nacionales cuando adquiere un grado de autonomía que lo transforma en incontrolable. Nada hay que decir del capital financiero en general, pero sí se impone una mirada más atenta sobre los actuales fondos de pensiones, fondos de inversión y fondos de cobertura, porque si le vamos a creer a los asesores de Obama y a los economistas preocupados por las recientes crisis, allí reside la enfermedad o, al decir de Camus, “la peste”, de un sistema que, como muy bien lo dijera Keynes, en términos generales funciona aceptablemente, pero necesita de vez en cuando de regulaciones, no para ponerle límites, mucho menos para destruirlo, sino para asegurar que funcione mejor.

La tragedia griega

El euro está en el centro de la escena. La crisis se extendió desde Grecia a Portugal y España, y puede atravesar los sólidos muros levantados en los Pirineos, porque de las crisis se sabe dónde comienzan pero no dónde terminan.

Foto: EFE