Crónica política

Algunas moralejas del fútbol

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Rogelio Alaniz

Las diversas interpretaciones sociológicas que se elaboren acerca del fútbol no pueden desconocer el carácter popular de este deporte, su capacidad para movilizar a millones de personas y, dicho sea paso, millones de dólares y euros. Quienes lo han pretendido descalificar como “opio del pueblo” y otras caracterizaciones por el estilo, deberían advertir que su condición alienante no es diferente a la de cualquier actividad de masas en las sociedades modernas, donde obsesiones, fanatismos y las más complejas patologías no necesitan del fútbol para expresarse.

Dicho con otras palabras, el fútbol como espectáculo puede idiotizar a quien tenga ganas de idiotizarse; también puede operar como sustituto de otras carencias, pero no es el deporte el responsable de ello, tampoco la manifestación colectiva en un estadio, sino ese sujeto que ha decidido proyectar en un deporte sus fobias, resentimientos y frustraciones. Las miserias materiales y espirituales de la vida contemporánea, miserias que en muchos casos provienen de la pobreza, pero también se expresan en contextos de abundancia, siempre van a encontrar un pretexto para canalizarse. Si no es el fútbol será el sexo o el consumo de drogas o de banalidades. Pero sería injusto suponer que los cientos de miles de personas que van a la cancha o lo siguen por televisión, están enajenados. El fútbol opera, en la gran mayoría, como distracción y placer, sobre todo placer, porque admitamos que el placer también existe y hasta la persona más alejada de este deporte no puede menos que admitir que, a menudo, una jugada de gol es además de un logro deportivo un hecho estético.

Lo que sucede con el fútbol es que al ser el deporte que convoca a las mayores multitudes es, al mismo tiempo, el que provoca alienaciones colectivas más notorias, no porque once hombres compitiendo contra otros once tenga algo de malo, sino porque desde el tiempo de los griegos y los romanos los grandes fenómenos de masas provocan inevitables consecuencias que comprenden desde la comedia a la tragedia y desde la fiesta al luto.

No voy a la cancha, pero la última vez que fui lo hice para verlo jugar a Maradona. Todas las críticas que se le pueden hacer -y yo se las he hecho- a su comportamiento público no pueden desconocer su calidad como jugador, esa chispa de genio que le permite, en lugar de frotar una lámpara con la mano, frotar un balón con los pies. Alguna vez compré un video para ver los goles de Pelé y Maradona. Muy de vez en cuando me siento frente al televisor y los repaso. Muy de vez en cuando.

Nunca me importó demasiado que Maradona jugara en Argentinos Juniors, en Boca o en el Nápoles, el espectáculo era él y el color de la camiseta era lo de menos. Será por eso, tal vez, que nunca me interesó demasiado ser hincha de algún equipo, porque en todo momento privilegié el placer visual de ver cómo se hace un gol aunque ese gol se lo hayan hecho a Racing, el club del cual por razones filiales soy hincha, un tanto desencantado, entre otras cosas porque hace rato que Racing no nos da satisfacciones como la que nos daba en los tiempos de Corbatta, Pizutti o el “Chango” Cárdenas.

Pero retornando a las reflexiones sociológicas y políticas, digo que en lo personal me resulta interesante la hipótesis que sostiene que el fútbol como competencia internacional le brinda una oportunidad a las grandes masas de canalizar sus pulsiones patrióticas a través de un acto pacífico -como es ir a la cancha a gritar un gol o disfrutar de la derrota de un país extranjero-. Lo que en el siglo XIX y la primera mitad del siglo veinte se resolvía por la vía de las carnicerías y las masacres, ahora se resuelve gritando como desaforados en una cancha, saltando como muñecos envueltos en banderas celestes y blancas y cometiendo excesos verbales y, a veces, algo más que verbales. Para personas más convencionales estas manifestaciones suelen ser algo primarias, pero admitamos que comparadas con las que profesaban los nacionalismos guerreros, son un inocente juego de niños.

En mi curso de historia, para explicar a los estudiantes cómo se vivía el sentimiento nacional antes de la Primera Guerra Mundial, les digo que la misma pasión ciega, desbordante y visceral que se derrocha en el fútbol, era la que dominaba los corazones de los jóvenes que desfilaban cantando himnos guerreros para alistarse en los ejércitos. Después, las miserias de la guerra, la sucia y abyecta agonía en las trincheras, los baños de sangre de las batallas fueron morigerando estas pasiones, aunque en lugar de despertar sentimientos pacifistas, los soldados derrotados se lanzaron en brazos de los modelos totalitarios de moda: el fascismo y el comunismo.

Lo que intento demostrar es que esa misma pasión guerrera trasladada al fútbol es socialmente inofensiva. Esas pulsiones primarias de sangre, de odio y de muerte, de gritos de victoria y ayes de dolor, de sentimientos generosos y pasiones homicidas, volcados al fútbol se transforman en un juego de niños.

Según se mire, el fútbol puede ser evaluado como deporte, como hecho de masas o como empresa capitalista con todas las reglas del juego, visibles e invisibles, de la economía de mercado. En la vida real, estos tres temas están entrelazados pero cada uno de ellos expresa intereses diferentes. Desde el punto de vista económico y político, postulo que si la economía argentina y su sistema político funcionaran como el fútbol estaríamos ubicados entre las grandes potencias mundiales. Me explico. Los jugadores argentinos están muy bien cotizados en el mundo. Esto tiene que ver con el talento individual, pero también con la disciplina, el esfuerzo personal y colectivo. Si se permite la comparación, exportamos al mundo productos de muy buena calidad y alto valor agregado en una actividad económica que compite en los mercados internacionales y que para usar una palabra de moda, están globalizados. El fútbol es un deporte globalizado y la globalización ha sido su gran oportunidad. En esta empresa a nadie se le ocurriría subsidiar ineficientes.

Las reglas del juego se respetan, por lo menos en sus líneas fundamentales. Hay picardías y corrupción, como en todas partes, pero para participar de la AFA o la Fifa se exigen requisitos que son de estricto cumplimiento. Si este esquema se trasladara a la política seguramente dispondríamos de una calidad institucional mucho más avanzada que la actual. Por último, las reglas del juego de un partido se cumplen al pie de la letra. A nadie se le ocurre poner doce jugadores contra diez o agrandar el arco del rival o permitir que un equipo juegue con la mano. Ni el árbitro, el equivalente del Poder Judicial, ni la hinchada, equivalente a la ciudadanía, lo consentirían.

Este aspecto, el de la celosa participación de los aficionados merece destacarse. Un equipo de fútbol, incluida la selección nacional debe proponerse convocar a los mejores. En un equipo pueden admitirse algunas variaciones, pero en todos los casos lo que se impone es el valor calidad. A Grondona o al presidente del club más taquillero no se les ocurriría poner al hijo para hacerle un favor o convocarme a jugar a mí porque soy su amigo. Y no lo harían, no porque sean éticos, sino porque en primer lugar la hinchada liquidaría al dirigente y al acomodado. Digamos que en el fútbol no hay lugar para la lista sábana. Los jugadores convocados por Maradona deben ser buenos y no alcanza con que al listado lo encabece Messi; todos deben ser buenos y si bien pueden aceptarse algunas interpretaciones respecto de esa calidad, el valor que se impone es la eficiencia en el juego.

Digamos, a modo de conclusión, que en el fútbol los poderes legislativo, ejecutivo y judicial funcionan. Es muy probable que no sean perfectos, es muy probable que haya algo de corrupción, pero ninguno de estos vicios tiene comparación con los que exhibe nuestro sistema político. Importa insistir una vez más que los aficionados operan como los grandes controladores del sistema. En el fútbol no hay indiferentes, no hay hinchas que miren para el otro lado. Su participación es muy alta y el control que se practica es alto y exigente. Imaginemos por un instante -e insisto en la palabra “imaginación” para que no se me impute hacer una comparación arbitraria- cómo funcionaría nuestra sociedad si esta misma pasión, esta misma exigencia de calidad, esta misma capacidad para indignarse contra un mal jugador o un pésimo directivo, fuera la pasión dominante de nuestra vida social.