Las intermitencias de la

vida en primera persona

María Luisa Miretti

“Ya no seré quien fui, lo que seremos/ contra el mundo ha de ser, que nos rechaza,/ culpados de inventar la libertad” (José Saramago)

(Con permiso). Desde la subjetividad del vacío provocado por la noticia, me permito compartir los motivos de una pena: Saramago ha muerto.

Sabíamos de su fragilidad, sus limitaciones cada día mayores, como también la extrema lucidez de un pensamiento que continuaba sorprendiendo al hilvanar nombres y fechas, etapas y sucesos en cada rincón del mundo. No tenía límites ni fronteras. Derribó muros y tabiques, los explicó y los enseñó.

Lo conocí en este medio, cuando me encomendaron reseñar Memorial del convento. La sorpresa inicial estuvo próxima al enojo, ante una historia desopilante enmarcada en un discurso diferente, por momentos críptico, pero la voluntad de conocer el final y encontrarle sentido pudieron más y fue entonces cuando acusé el vértigo y la emoción de algo nuevo, sorprendente, que ya no tuvo retorno.

Empecé a buscar más datos, a consultar y a enfrentarme con la mezquina competencia de quienes lo denostaban por “barroco’ (actitud que duplicó mi esfuerzo).

Llegaron nuevos títulos y nuevas emociones, que alternaban la sonrisa ante un gesto tierno, con la jocosa hilaridad de un planteo que tiraba por la borda cuestiones básicas históricamente registradas en documentos oficiales-, hechos, imágenes y escenas que derrumbaba con sólidas argumentaciones, desde un verosímil que obligó a revisar y a mirar de otra manera: Portugal, la Alfama, Las Cruzadas en Portugal, la globalización en La caverna, la estupidez humana en Ensayo sobre la ceguera, los vericuetos de la fe y los juicios lapidarios de la Iglesia, la reflexión existencial de El hombre duplicado, los relatos, la poesía y la finitud en nuevas historias “Si la muerte no trabajara, esto sería un caos’ y la hilarante propuesta en Intermitencias de la muerte, el recupero de su infancia en Las pequeñas memorias y tantas otras (El viaje del elefante, El Cuaderno, Caín), con una dinámica y una energía inusual, mientras disfrutábamos de una estética especial, acusada por una sintaxis particular (mayúsculas y puntuaciones atípicas) que, lejos de ensombrecer, lo exaltaban.

El comienzo de cada obra era un convite a un dimensión distinta: los epígrafes a Pilar -su mujer- y una secreta envidia por ser la responsable y depositaria de tan reduplicado amor.

Visitar su casa (A Casa) en Lanzarote, compartir sus “cuzcos’ adoptivos, su familia, su entorno y ese paisaje magnífico que entremezcla sus colores con la greda volcánica, las vides a ras de tierra, la huerta (Pilar comiendo los vegetales de su cosecha), el mar susurrante coronado por la fuerza abrumadora del Teide -vigía imperturbable, especie de abrazo y de amenaza-, y las largas caminatas hacia los Jameos del agua, los parroquianos y turistas, y el saludo cordial con todos.

Increíble Saramago. El 8 de mayo de 2003 a las 23.30 su voz susurrante en el teléfono pedía disculpas por lo avanzado de la hora, pero se había enterado de una inundación en Santa Fe y quería saber si la gente necesitaba ayuda, si podía hacer algo. La emoción de la palabra apretujada, inesperada, al lado de una paciente Pilar que por momentos traducía o moderaba, selló una relación que jamás podrá ser vulnerada.

La trascendencia de su obra y de su palabra se trasladó a los hechos. Se extrañarán sus nuevas creaciones a la par de sus reflexiones, pero la certeza de lo actuado otorga una serena tranquilidad, ya que permite apreciar lo mucho que pudo hacer. De aquí en más, queda el desafío por seguir abonando ese abanico de valores y principios, cuyas coordenadas configuran los caminos de la Fundación que lleva su nombre.

“Cerremos esta puerta./ Lentas, despacio, que nuestras ropas caigan/ Como de sí mismo se desnudarían dioses”.

1.jpg

El prestigioso escritor portugués José Saramago, fallecido el 18 de junio ppdo.

Foto: Archivo El Litoral