Qué ves en lo que ves

María Alejandrina Argüelles

Una persona a quien no le gusta viajar me preguntó: ¿qué vas a ver en el viaje? Le mencioné los sitios principales. ¿Y qué vas a ver allí?, insistió. Le dije a grosso modo: ciudades, la gente, los museos, la arquitectura, las formas de vida, en fin. ¿Y una vez que ya lo viste, qué más, para qué viajás? Y... ver dónde ocurrió tal cosa, o el sitio de una novela, cómo vive la gente hoy. Y se me acabaron las palabras, mejor dicho me sentí incompetente para hacerme entender.

Me di cuenta allí de que es intransferible e inexplicable en cierto punto la cuestión de gustos, aunque no dejé de apreciar su sinceridad, pues sabemos que existe gente que hace costosos y largos viajes sólo para poder decir que los hizo, o para fines poco claros; otros que pasan largo tiempo comprando, pero poco les interesa ahondar en lo que vieron o vivieron (el avión de Madrid-Buenos Aires, repleto de compatriotas con maletas piponas, más bolsas del Corte Inglés, más las del free shop. Me sentí libélula con mi bolso de mano). Cada quien sube las escaleras como quiera. O, más vernáculo y preciso, cada lechón en su teta es el modo de mamar.

Cada tanto recuerdo aquel diálogo de respuestas indefinidas para afuera, aunque sí muy claras para mí. La vivencia directa es única, y los modos de viajar, privativos de cada quien. Me gusta (y siempre lo he hecho) detenerme en cada lugar, no pasar con vuelo rasante, observar, escuchar, escucharme, relacionar conocimientos. Y contemplar permitiendo que sensaciones, vivencias y saberes fluyan entremezclados.

Un solo de palabras

Las emociones son difícilmente explicables, obviamente porque no pasan por el lado de la razón, sino de la sensibilidad; en mi caso, lo más que puedo hacer es volcarlas en palabras. Sentir la tarde que cae en torno a las piedras de Stonehenge, como en un puente de millones de años que nos une a esos primeros hermanos. Tratar de descifrar los grafitti de los presos de la Torre de Londres. Ver el inodoro real en el castillo, como una confirmación de la igualdad humana. Caminar por donde pasaron los Romanov y los Lenin, Dostoievsky y Tchaikovsky, donde estudiaron Erasmo o Newton.

Leer en Salisbury un ejemplar de la Carta Magna: “Ningún hombre libre podrá ser detenido o encarcelado o privado de sus derechos o de sus bienes (...) sino en virtud de sentencia judicial de sus pares y con arreglo a la ley...”, con la rúbrica del rey Juan sin Tierra y la fecha, el lejano siglo XIII (y allí mismo pensar cuántas veces se hizo caso omiso, cuántas cabezas rodaron, cuántos congéneres fueron sometidos a esclavitud, y una lista enorme de horribles transgresiones que se sucedieron y se suceden en este planeta. Pero indudablemente fue un paso, quedó esa semilla de justicia y en cierta medida fue germinando. Esa cláusula atravesó siete siglos y no ha perdido su valor).

Caminar por Covent Garden y suponer que en esa esquina estuvo Eliza Doolittle vendiendo flores, percibir el encanto que flota en todo Cambridge, pararme ante el trono que ocuparon los zares y verlo hoy como una silla roja, enmudecer ante cualquier cuadro de Rembrandt, más eterno que todos los reyes y reinas.

Hoy y ayer

Y también sentirme ciudadana del primer mundo aunque sea por unos días, a pesar de que queda una sensación amarga, como de estar a un paso, de merecer algo de eso en la vida cotidiana y saber que pasarán más de mil años antes de que podamos tener ese nivel de vida donde la distribución más equitativa da como resultado un bienestar cotidiano. Se trata no sólo de la distribución de la riqueza en obras, sino de priorizar una educación que abarca a todos y que da como resultado una cultura respetuosa de derechos propios y ajenos. Y respetuosa del patrimonio que significa cada piedra, cada calle. Esto, desde luego, empezando por el Estado, cuya ausencia en tal sentido a veces nos hace tener ruinas y recuerdos en vez de objetos tangibles.

Pasan los contingentes de turistas, sobre todo alemanes, jubilados del primer mundo, disfrutando de su tiempo libre, no cargándolo como una culpa social. Recorremos negocios de Helsinki donde no hay cámaras, ni vigilantes, ni alarmas en cada prenda, ni nada que signifique control: la confianza mutua es la base de la convivencia finesa. Los diarieros, basureros y otros servidores públicos acceden con su clave a los edificios de departamentos. Los transportes públicos son más que un lujo aquí, en Londres, en Escocia como en casi toda la Comunidad Europea. Pero el orden finés es un poco más, me recuerda a Suiza, sólo que por aquí el alcohol hace más estragos. Y todo dentro del orden y el respeto hacia y desde la ciudad.

Comprobar en Harrod’s que el altarcito de Lady Di no dista mucho del de Rodrigo o los del Gauchito Gil, escuchar jazz en un parque de Helsinki, entrar a un supermercado, comer lo que comen los británicos, los rusos, los fineses. Asombrarme por lo de ayer y lo de hoy.

Es difícil explicar esto, por eso recurro al querido Cortázar: “Me aterraría (¡no me ha sucedido, por suerte!) pasar un día apurado frente a Notre-Dame y echarle apenas la ojeada sin intencionalidad que se dedica a los bancos o a las casas de renta. Quiero que la maravilla de la primera vez sea siempre la recompensa de mi mirada. Puedo darme el lujo de pasar cerca del Museo de Cluny y decirme: “Entraré otro día’. Pero entrar ahí tiene que seguir siendo una cosa grave, última, la verdadera razón de mi presencia en París. Nos reímos de los turistas, pero te aseguro que yo quiero ser hasta el final un turista en París (...) Yo quisiera que París se me diera siempre como la ciudad del primer día. Llevo aquí 4 meses: pero llegué anoche, llegaré otra vez esta noche. Mañana es mi primer día de París. [...] (Cortázar, “Cartas a los Jonquieres”).

2.jpg

Pasado y presente. La pila bautismal del siglo XXI refleja el interior de la catedral de Salisbury, del siglo XIII.

3.jpg

Aquí vivieron. Inodoro para la realeza.

1.jpg

Excelencia. Estudiantes, paseantes, el río, la Universidad. Cambridge es mucho más.

Fotos: Gentileza de la autora