Al margen de la crónica

A los saltos por la calle

Una inyección de adrenalina. Una clase gratuita de aeróbica. Un desafío para lentos. Un ejercicio involuntario de resistencia cardíaca. Un despliegue de acrobacias sin redes protectoras. Una carrera -literalmente hablando- contra el reloj y a favor de la supervivencia.

Una puesta a prueba de la diplomacia. Una práctica forzada de buenos modales. Una interpelación a la templanza y al sosiego espiritual o una ocasión irrepetible para dejar de lado todo decoro. Una buena oportunidad para perder la paciencia y no tener que dar explicaciones. Una manera suicida de medir fuerzas. Una peligrosa aproximación a la crónica roja o a la impersonal estadística. Un cálculo aficionado de maniobras y velocidades; una verificación experimental de las leyes básicas de la física.

Prueba de fuego para indecisos. Pesadilla de miopes.

Una manera feroz de comprender y graficar la ley del gallinero. Vertiginosa indagación en la condición humana. Comprobación de la mayor indiferencia por el otro.

Puede resultar exagerado, pero alcanza con detenerse en alguna esquina muy transitada -¿cuál no lo es?- y observar, durante algunos instantes, la manera en que interactúan todos los protagonistas del tránsito urbano, incluso aquellos que admiran a viva voz la manera en que se conduce en otras latitudes. Que admiran, pero no emulan.

En fin, en todo eso se convirtió, para más de un peatón, la simple rutina de cruzar la calle, haya o no semáforo. Y, no, dadas las circunstancias antes mencionadas, de ninguna manera se puede hacer mientras se mastica chicle.