Columna económica

Okita, Japón y la Argentina

Recientemente se cumplieron 25 años de la presentación del llamado “Informe Okita”, un estudio encargado por el gobierno del entonces presidente Raúl Alfonsín al renombrado economista japonés Saburo Okita.

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Como nunca, el modelo del gobierno de Cristina Kirchner reposa en la producción primaria y su exportación.

Foto: Archivo/El Litoral

Sergio Serrichio

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El pedido no dejaba de ser parte de una paradoja histórica: la Argentina, unos de los países que hacia fines de la segunda Guerra Mundial se consideraban más listos para un inminente “despegue” al desarrollo, recurría, 40 años después, a un experto de uno de los países que, en apariencia, había sido desahuciado.

Luego de las bombas atómicas que arrojó sobre Hiroshima y Nagasaki y de la ocupación del general Mac Arthur, Estados Unidos envió a Japón una misión para evaluar su situación y perspectivas. La conclusión del “grupo de expertos” fue que ese país pequeño, superpoblado y sin recursos naturales “no tenía salida” y que era conveniente “dejarlo librado a su suerte” (citas extraídas de “La industria que supimos conseguir”, del fallecido economista, ingeniero e historiador Jorge Schvarzer).

La paradoja, más aparente que real, ya había sido detectada en los años ‘60 por Simon Kusnetz, quien en 1971 ganaría el premio Nobel de Economía, al clasificar a los países en cuatro tipos: los desarrollados, los subdesarrollados, Japón y la Argentina. Esto es, dos tipologías y dos países que parecían rehuirlas.

Esa clasificación fue luego retomada por otro Nobel, Paul Samuelson, a quien suele atribuirse. En 1980, en un discurso en México, Samuelson reflexionó sobre los agujeros negros de la teoría económica y de su propio conocimiento. “En 1945 yo ya era un experto en economía. Si alguien me hubiera preguntado entonces qué regiones crecerán más rápido en los próximos 50 años, antes de que se termine el siglo, hubiera dado la siguiente respuesta: la Argentina está a punto de lograr un avance que la pondría a la par de los Estados Unidos, Canadá, Francia y Alemania. Y hubiera sido (una respuesta) incorrecta”.

Es que durante demasiado tiempo los economistas habían desdeñado la importancia de las instituciones y de la innovación y el cambio tecnológico para enfatizar, como claves del desarrollo, la acumulación de capital y una favorable dotación de recursos naturales. Por eso, la rápida emergencia del Japón de posguerra, basada en la organización, el esfuerzo, el uso intensivo de la copia (primero) y del cambio y la innovación tecnológica (después), fue visto como un “milagro”, y el retraso de la Argentina como algo casi inexplicable, un milagro al revés.

En verdad, el caso japonés, escribió Schvarzer en su excelente libro, “pura y simplemente mostraba que las fuentes de la riqueza brotaban más del cerebro humano que de la oferta de la naturaleza”.

La propuesta de un mix

Partiendo de la constatación de que en el período 1950-1980 la Argentina había crecido a la mitad del ritmo que Brasil y México, Okita presentó un informe mixto, que enfatizaba las exportaciones manufactureras, pero sin descuidar la importancia de los recursos naturales. Por caso, afirmaba que la “autosuficiencia energética” era una “ventaja definitiva hacia el futuro desarrollo económico” y arriesgaba que “la economía tendrá que depender fuertemente a corto plazo del superávit generado por la agricultura de exportación” (en los “80, recuerda el economista Jorge Vasconcelos, subsistía un generalizado pesimismo sobre los precios de las materias primas).

¿Cómo estamos hoy, a 25 años del informe Okita? Un cambio a favor, dice Vasconcelos, es que los precios de las materias primas, lejos de bajar, se han recuperado fuertemente y presentan buenas perspectivas. Pero el país va a contramano en materia de “autosuficiencia energética”. Entonces las reservas gasíferas equivalían a más de 40 años de consumo, a principios de este siglo eran de poco más de 15 años, y hoy son de entre 8 y 9 años. Un reflejo de eso es la decisión oficial de instalar en Escobar un segundo buque “regasificador” para recibir la carga de barcos metaneros que llegan de Trinidad & Tobago y Egipto.

En 2008, cuando instaló de apuro el primer buque regasificador en Bahía Blanca, el gobierno arguyó que era una solución “transitoria”. El gas que la Argentina le compra a Bolivia por gasoducto es más caro que el que se produce localmente. El que importa en la forma de Gas Natural Licuado (GNL) es más caro aún. Y regasificarlo en plataformas móviles (como los buques) en vez de en instalaciones fijas, más caro (y más inseguro) aún.

El “modelo”

En tanto, lejos de ser un factor “a corto plazo”, el superávit comercial generado por el sector agropecuario se ha vuelto irreemplazable. La presidenta Cristina Fernández da discursos sobre “Valor Agregado” y califica a la soja de “yuyo”, pero su “modelo” reposa, como nunca sobre el sector primario. Tómese como indicador la dependencia del fisco respecto de las retenciones: sólo en dos países del mundo los impuestos a la exportación representan un porcentaje de la recaudación total superior a la Argentina: Rusia y Bielorrusia, debido al peso del petróleo. Detrás nuestro se alinean Bangladesh, Lesotho, Ghana, las Bahamas y Mongolia. No precisamente un ranking del desarrollo.

En 1985, precisa Vasconcelos, la Argentina representaba el 0,7 % del PIB mundial. Hoy, la proporción es de 0,5 por ciento. Igualmente, tras los varios años de alto crecimiento de la primera década de este siglo, algunas proporciones han mejorado. Por caso, el porcentaje de las exportaciones argentinas respecto del total mundial pasó de 0,35 a 0,41 por ciento, y la de las exportaciones de manufacturas industriales (donde destaca la agroindustria) de 0,15 a 0,19 por ciento.

A su vez, nuestra inserción internacional depende menos que antes de Europa y Estados Unidos y, en creciente medida, de países de alto crecimiento, como Brasil, China y la India. Datos, estos últimos, que alientan cierto optimismo. Pero que no dan para la fanfarronada, ni para darle lecciones a nadie.


El gas que la Argentina le compra a Bolivia por gasoducto es más caro que el que se produce localmente.