Destructivo juego de estudiantes

Un puñado de estudiantes universitarios atacó las instalaciones del Ministerio de Educación. Según las imágenes captadas por las cámaras, los jóvenes se valieron de un improvisado ariete para derribar la puerta del edificio. A partir de allí, se generó el “vale todo”. Según informes oficiales, los daños incluyen muebles, cristales, vitrinas, además de pintadas a las paredes.

Hasta aquí estamos describiendo un escenario habitual de cierta depredación estudiantil que en los últimos meses se ha hecho frecuente en colegios, facultades y edificios públicos de la ciudad de Buenos Aires, movilizaciones que en algunos casos han contado con el sugestivo apoyo de la presidenta de la Nación, además del respaldo de los sindicatos oficialistas.

Lo que importa destacar como dato singular o paradojal es que todos estos desmanes se provocan en nombre del reclamo de mejora del estado de edificios públicos. Ésta parece ser ahora la consigna que moviliza a grupos de alborotadores, consigna cuya credibilidad es pulverizada por los permanentes destrozos que los mismos actores producen en el espacio público. Los casos de la Escuela Normal, la Municipalidad de Buenos Aires y ahora el Ministerio de Educación, son elocuentes.

Los esfuerzos por dialogar o buscar entendimientos no prosperan porque para estos grupos la única dimensión posible de la política es la movilización callejera y los ataques a los símbolos del supuesto capitalismo explorador. No exagera un analista político cuando dice que a nadie le debería llamar la atención que si se llegaran a arreglar todos los edificios públicos inmediatamente se movilizarían en contra, por ejemplo, de la “opresiva prolijidad burguesa”.

En realidad, la dinámica de los grupos juveniles antisistema ha sido siempre la de atacar el orden y ensañarse con la prolijidad. El destrozo y las pintarrajeadas constituyen el folclore de su rebeldía. Lo sorprendente, ahora, es que la causa que los movilizó fue la de luchar contra el deterioro de los edificios públicos. Sólo un ingenuo puede creer en serio que éste sea un tema que preocupa a estos jóvenes.

Más allá de la buena fe de algunos adolescentes o de su inevitable rebeldía generacional que los impulsa a la transgresión, hay que señalar que las sectas políticas de representación insignificante en la sociedad adquieren visibilidad en este clima de violencia y caos, y están convencidos de que la agudización de las contradicciones aceleran las condiciones objetivas y subjetivas que requiere la mítica revolución social.

Queda claro que ninguno de estos desmanes pondrá en peligro la salud del actual sistema político, pero sería interesante debatir entre los jóvenes, y sobre todo entre dirigentes políticos y sindicales que se valen de estos impulsos para ganar espacios propios, el sentido y viabilidad de estas prácticas que destruyen edificios públicos sostenidos por los tributos de los contribuyentes y aceleran la degradación del sistema educativo que proclaman defender.