En Familia

La casa: ¿hogar o reality show?

Rubén Panotto (*)

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Nuestra cultura occidental y cristiana tiene incorporada la libertad implícita del cambio permanente, dejando fácilmente atrás ritos y costumbres, suplantándolos por nuevas formas y significados.

Tenemos innumerables ejemplos que pasan por detalles cotidianos, como los diseños de moda en el vestir, la influencia de una camada de chefs televisivos en la gastronomía gourmet, hasta cambios más importantes y profundos, como las nuevas estructuras de pensamiento, de la comunicación y la convivencia.

No es necesario indagar demasiado para reconocer que en Occidente, las generaciones ya se distinguen en cantidad de años de un solo dígito. Es decir que, en este comienzo de siglo, varias generaciones conviven a la vez y en el mismo espacio.

En el menú de opciones, sería interesante definir a cuál de las generaciones representamos: si a la del honor y el valor de la palabra empeñada, o a la de muchas garantías y cartas documento; a la de ceder el asiento a una embarazada, o a la de los motochorros que no distinguen la “presa”, aunque se trate de una mujer a tiempo de parir.

Ejemplo universal

Hasta donde se tienen evidencias, se reconoce que en los últimos cien años hubo más cambios en la humanidad que en toda su historia. Si damos como cierto ese dato, tendremos que aceptar que -al menos en esta parte del mundo- vivimos en un estado de “indiferencia por saturación”, como expresa el escritor Enrique Rojas en su libro “El hombre light”. Hay de todo y en exceso, y la indiferencia no se aferra a nada; desaparecen las verdades absolutas y las creencias firmes, para ceder lugar a toneladas de información que nos convierten en desertores de todo compromiso, en particular la deserción al respeto por la vida, como la peor de todas.

Así la casa, el techo, el rancho, como ámbito de nuestra pertenencia e identidad, el centro de la convocatoria familiar, se descubre despojado de importancia, de autoridad moral, de encuentros y desencuentros, de su poder transformador como “gimnasio” para la vida.

Del árbol caído muchos hacen leña, y la creatividad al servicio de la vanalidad inventó la casa de Gran Hermano, una parodia lamentable que reemplaza la función de los padres y adultos por un conjunto de personajes que proponen una clase de vida sin estilo ni contemplaciones. Dentro de la casa, se sugiere una “actitud glandular”, cuyos comportamientos se basan en hacer lo que se siente, exagerando el uso del sexo, privados de todo pudor y respeto por el otro. La contracara de ese show televisivo la observamos en un hecho acaecido hace pocos días, concretamente en la singular experiencia de los 33 mineros chilenos. Aún no tenemos abundantes relatos respecto de lo que fue sobrevivir 70 días bajo tierra, pero lo que vimos y escuchamos alcanza para definir a ese “reality” como un ejemplo universal de convivencia. A ese suceso se sumó la entereza de la familia resiliente, que desde la superficie infundió fortaleza, a través del afecto, del amor inteligente y, sobre todo, del valor de la vida como un don, un regalo inmerecido de Dios, a la que estamos doblemente comprometidos a cuidar y respetar.

La casa de Gran Hermano ha mostrado con total transparencia el lado oscuro del ser humano, expresando sin límites todos sus deseos, bajo la mirada vigilante de miles de personas. La experiencia de los mineros, por el contrario, demostró la grandeza de la solidaridad, del respeto al orden, y la humildad de sujetarse a normas por el bien común.

Gratitud y reencuentro

Estoy convencido de que el ejemplo de los mineros nos servirá por mucho tiempo si decidimos el rescate de nuestro propio hogar. Cada uno de ellos que salía de la cápsula milagrosa personificó dos actitudes reveladoras: la gratitud y el reencuentro. Gratitud por el aporte individual para alcanzar el objetivo común de salvar la vida; gratitud hacia los compañeros con quienes compartió semejante adversidad; gratitud a Dios como hacedor del milagro. El reencuentro, en el abrazo emotivo con los seres queridos, deponiendo diferencias y agravios si los hubo; el reencuentro con las promesas olvidadas de la ajetreada vida, y el reencuentro consigo mismo, para cambiar la escala de valores y poner en primer lugar a la familia, el hogar.

Preservar la vida y la familia no es tarea fácil. Requiere de todo el esfuerzo sacrificial que se está dispuesto a dar. Pero vale la pena cuando luego puede verse a la propia descendencia encaminada a repetir el ejemplo de sus mayores, manteniendo y mejorando el estilo de vida, para llegar a ser personas de bien y felices.

Cuánta contradicción enfrenta la familia, por ejemplo con el engaño de truncar la vida en el vientre materno como un derecho que se nos ha otorgado. Me pregunto si en el momento en que los mineros dieron señales de vida, a alguna madre se le habrá ocurrido dejar allí a su hijo, sentenciado a morir, frente a la especulación de conservar su “libertad” y “derechos”. Absurdo.

Un proverbio salomónico enseña: “Escudo es la ciencia, y escudo es el dinero, pero la sabiduría excede en que da vida a los que la poseen”. Preservar la familia es un acto de pura sabiduría.

(*) Orientador Familiar.

Hay de todo y en exceso, y la indiferencia no se aferra a nada; desaparecen las verdades absolutas y las creencias firmes, para ceder lugar a toneladas de información que nos convierten en desertores de todo compromiso.

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La casa de Gran Hermano ha mostrado con total transparencia el lado oscuro del ser humano, expresando sin límites todos sus deseos, bajo la mirada vigilante de miles de personas.