El precio del poder

Rogelio Alaniz

La muerte no hace a nadie ni más bueno ni más malo, pero posee una ineludible dimensión trágica. Cuando además la muerte se relaciona con el poder, cuando quien muere es el titular real del poder, la tragedia se expresa en toda su dimensión. Kirchner fue un hombre del poder, lo amó, lo padeció y lo vivió hasta las últimas consecuencias. Fue su virtud y su defecto. El poder seduce, fascina, pero tarde o temprano cobra su precio que siempre es alto. Como todo hombre del poder, Kirchner creía en sus propias fuerzas y más de una vez debe haberse sentido omnipotente. El poder le hace creer a los hombres que pueden ser dioses hasta que en un segundo definitivo les revela su verdad íntima, devastadora.

No sé si Kirchner se creyó un dios en el sentido trágico y pagano de la palabra, pero sin dudas que siempre fue consciente del poder que representaba y ejercía. El poder, el poder político, exige ajustarse al principio riguroso de la realidad. Es así de ambiguo: por un lado encarna una ilusión, pero esa ilusión opera con la materialidad de los hombres y las cosas. Ignoro si Kirchner conocía estos vericuetos, pero se me ocurre que un hombre que supo lidiar con singular destreza en el territorio áspero y farragoso de la realidad donde las ambiciones se entreveran con las pasiones más nobles e infames, no haya sabido que el precio a pagar por la desmesura -el poder así vivido siempre es una desmesura- era la propia vida.

Las señales del cuerpo, según el informe de los médicos, eran precisas y severas. No, no pudo haber ignorado que una posibilidad real era la muerte. No lo pudo haber ignorado, pero a pesar de ello decidió seguir apostando a lo único que sabía hacer, a lo que el destino, su destino, le había señalado como pulsión, como pasión o como tragedia.

Hay otras maneras de vivir, otras maneras de asumir los compromisos, pero hay que respetar la que él eligió. Los caminos de la vida son diversos, pero la meta para el ser humano es siempre la misma: la muerte. Como lo señala Manrique en su célebre poema, ella no respeta a nadie, ni al débil ni al poderoso, ni al pobre ni al rico, a nadie. No es la muerte la que nos diferencia sino la vida. Kirchner, como cada uno de nosotros, será juzgado por lo que hizo bien o mal en la vida, pero por lo pronto sabemos que murió en su ley, o como se suele decir en estos casos, murió con las botas puestas.

No es tiempo ni es momento de evaluar su obra de gobierno. Lo que sin duda es evidente que desde el estricto punto de vista institucional su muerte es algo más que la muerte de un legislador o un ex presidente. El rasgo singular de Kirchner es que fue hasta el último minuto de su vida, la expresión real del poder político en la Argentina. Podrá discutirse si ese poder estaba compartido en términos igualitarios o no con su esposa, pero lo que está fuera de discusión es que un protagonista real del poder ha muerto y hacia el futuro se abre un ancho y sugestivo interrogante.

Kirchner era diputado, pero lo que cada argentino sintió ante la noticia es que su muerte era mucho más que la de un legislador. Nunca la diferencia entre el poder formal y real se hizo tan evidente.

Hacia el futuro, habrá que saber si el poder que construyó la pareja puede ser sostenido por su mujer. Imposible hoy responder a esta pregunta. La muerte del marido y de quien fuera el principal arquitecto del poder, sin duda que impacta de manera dolorosa sobre la señora Cristina.

El impacto puede fortalecerla y otorgarle a su destino una renovada misión o, por el contrario, ser devastador para ella y para el poder que representa. Recuerdo que cuando aceptó la candidatura a presidente, dijo en uno de los tramos de su discurso: “Es un gran hombre -cito de memoria- que una vez más me demuestra que no me equivoqué cuando lo elegí como el compañero de mi vida”. Ese gran hombre ahora no está. El hombre que trajinaba con las miserias cotidianas del poder ahora se ha ido. La soledad en estos casos no es sólo la del corazón, es la soledad helada y glacial del poder y es también la incertidumbre y el vértigo que se abre hacia el futuro.

En una conferencia de prensa celebrada en Olivos hace más de un año, la señora Cristina dijo refiriéndose a la banda presidencial que le cruzaba el pecho: “Cada día me resulta más pesada”. Seguramente, ese peso hoy le debe resultar insoportable, tan insoportable como el dolor que abraza como una cinta de fuego a quien perdió al hombre con el que desde hacía más de casi cuarenta años compartiera el amor, los hijos, las esperanzas, los dolores y las ambiciones.

/// análisis

José Curiotto

La muerte de Néstor Kirchner no es una muerte cualquiera. Acaba de irse el hombre sobre el que se sostuvo el poder político en la Argentina durante los últimos siete u ocho años. Un hombre polémico. Amado y odiado. Aplaudido y criticado. Un hombre que amó el poder y lo ejerció hasta las últimas consecuencias.

Néstor y el poder fueron casi una misma cosa. Paradójicamente, la política fue su vida y la política acabó con ella. Poco le importaron los consejos médicos. Su forma de ser lo hizo sentir omnipotente, sin límites.

Habrá quienes en lo íntimo celebren esta partida. Habrá quienes la sufran con sincero dolor. Es que los hombres como Kirchner provocan ese tipo de reacciones contrapuestas.

El 27 de octubre de 2010 pasará a la historia como el día en que murió el hombre fuerte de la Argentina de principios del siglo XXI.

Pero este día no sólo representará la desaparición física de Néstor. En realidad, a partir de mañana el país enfrenta un nuevo desafío.

Cristina Fernández está ahora sola. Es que más allá de contar con sus colaboradores cercanos, ya no estará su compañero, con quien a lo largo de su vida conformó una verdadera pareja política.

Los próximos meses serán cruciales para la presidenta y para una Argentina históricamente acostumbrada a abalanzarse sobre el poder de quienes muestran síntomas de debilidad.

La gobernabilidad deberá ser garantizada. Los sectores políticos, empresariales, económicos y hasta eclesiásticos, con los que el kirchnerismo mantuvo fuertes enfrentamientos, deberán asumir con absoluta responsabilidad este momento histórico.

Lo que está en juego es mucho más que el éxito o fracaso de los últimos meses de gestión de Cristina. Lo que está en juego es el futuro inmediato y mediato de un país demasiado golpeado como para seguir afrontando las consecuencias de decisiones mezquinas.

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La gobernabilidad deberá estar garantizada

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Todo un símbolo: Néstor Kirchner entrega la banda y el bastón presidencial a su esposa Cristina Fernández. Gestos y miradas que lo dicen todo. Foto: Archivo/El Litoral