Blande lanza

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Retrato de William Shakespeare. Galería de Retratos, Londres.

Carlos Catania

“When we are born, we cry that we are come two this great stage of fools”. King Lear (1)

En mi Diario figura el día y la hora en que se produjo mi encuentro con William Shakespeare. La cita tuvo lugar en San Carlos a las 11.30 de la noche y cuando cerré el libro y me dormí, Hamlet se convirtió en protagonista de mi sueño. Nació así lo que desde entonces llamo amistades profundas. Difieren de las cotidianas por el hecho de que el amigo escogido entrega todo su bagaje conceptual y anímico en lugar de lo convencional y redundante, lo que a menudo constituye una razón para sobrellevar esta vida de estruendos, furias y mentiras, donde la palabra rutinaria trata inútilmente de llenar el vacío tapizado por el imperio podrido de la nada.

La vida de Shakespeare fue una sucesión de amarguras. El genio está expuesto a la envidia y a la difamación. Pocos como él. En sus versos íntimos manifiesta: “Mi nombre es difamado, mi persona rebajada”; “Vuestra compasión borra las huellas que hacen a mi nombre los reproches de la vulgaridad”; “No puedes honrarme con un favor público por miedo de deshonrar tu nombre”; “Mis debilidades son espiadas por mis censores, aun más débiles que yo”. Forbes declaró que Shakespeare carecía de talento trágico (sic). Otelo sería “una farsa sangrienta y sin sal”. Julio César, una tragedia fría y poco indicada para emocionar”; Shakespeare “altera la verdad histórica”, etc., etc... Asombra hasta qué alturas es capaz de llegar la imbecilidad humana conducida por los vientos de la mala fe. Nada que ver con la crítica seria, que cuando es adversa enfurece a los débiles. Hugo sostenía que no dar lugar a ser criticado es una perfección negativa. Es hermoso ser vulnerable.

Resulta imposible recordar en una nota la totalidad de una vida. Sólo anotaré que después de abandonar a su mujer, ejerció como maestro de escuela, luego como escribiente y después como cazador furtivo. Esto último le costó ser encarcelado. Finalmente, se dedicó a cuidar caballos en las puertas de los teatros, formando parte de un grupo denominado los Shakespeare’s boys. De ahí pasó a ser traspunte (call boy) y luego comediante. Hacia 1589, escribió su primera obra: “Pericles” y desde entonces su genio no se detuvo hasta legarnos treinta y cinco obras, la última de las cuales fue “La tempestad” (1612).

Hace algunos años, se me brindó el honor de ser convocado por el director español Esteban Polls, para interpretar el personaje de Mercurio en “La tragedia de Romeo y Julieta”, regalo inesperado que disfruté noche a noche durante tres horas. Herido por Teobaldo, solicité al director que me permitiera morir en escena en vez de salir asistido por Benvolio. Así se hizo. Al final de temporada comprendí por qué Shakespeare hace morir a Mercurio en el tercer acto. Él había dicho “por temor a que Mercurio me matara a mí”. Personalmente, pienso que lo hizo por temor a que la pieza tomara otros rumbos.

Cuando llegamos con Indiana a Londres, ya teníamos la mira puesta en Stradford upon Avon. Hacia allí partimos una tarde, no sin antes visitar Oxford. En la casa paterna de Shakespeare, reconstruida en parte, permanecimos largo rato en la habitación donde William había nacido. Algo indefinible se adueñó de mi organismo, lo que me obligó a respirar repetida y profundamente. Luego fuimos a la capilla que guarda sus restos y allí experimenté la sensación (ya común en mí) de habitar un mundo dominado por el Error y la Inconsciencia.

Nacido el 23 de abril de 1564, Shakespeare, de cincuenta y dos años, murió el mismo día en que murió Cervantes: 23 de abril de 1616, aunque el calendario inglés estaba diez días atrasado (3 de mayo). Sus obras y hasta su nombre fueron paulatinamente olvidados; sometidas al chisme, al “retoque”, al manoseo continuo, se desvirtuaron sus piezas en manos de autores de cuarta, produciéndose equívocos que hoy causan indignación... y risa.

De 1640 a 1660, los puritanos abolieron el arte y clausuraron los espectáculos. Cuando bajo el reinado de Carlos II el teatro resucitó, Shakespeare no fue tenido en cuenta y con los Estuardo, Shakespeare desapareció. Entonces volvieron a manosearse sus obras, con autores que apropiados de sus temas, ofrecían “versiones personales” de un dramaturgo declarado “fuera de uso” o “espíritu pasado de moda” (sic). Tales pervertidos eran semejantes a esos pálidos decadentes entregados a la didáctica, transmitiendo lo que jamás llegarán a crear. Se ha dicho que el fracaso consiste en contraer hábitos. Aficionados al autoengaño, soberbios por temor, constituyen la legión de lacayos del arte. Su característica es la aversión convulsiva hacia los realmente grandes, trauma que en la actualidad ha recrudecido. Ya no soporto las versiones sometidas a cirugías, que numerosos “autores” cometen con las piezas de Shakespeare. Aplicable a ellos, las palabras de Susan Sontag referidas a la interpretación de un texto: “El tributo que la mediocridad rinde al genio”. Cabe prevenirlos con aquella remanida frase: “Es menester aprender antes que enseñar... o hablar”.

Se ha dicho que la gloria de Shakespeare llegó a Inglaterra desde fuera. Hugo señala: “Fueron necesarios trescientos años para que Inglaterra empezara a oír esas dos palabras que el mundo le gritaba al oído: William Shakespeare”.

El genio atraviesa los siglos. Es el Arte uno de los escasos elementos sobrevivientes que humanizan al Hombre, operación ajena a la chapucería de lo cotidiano y a una gran parte de la política, oficios sometidos a intereses, recelos e hipocresías que con gran estilo sustentaban el manicomio donde habitamos. Reconozcamos que la idiotez también atraviesa los siglos con un éxito sensacional, razón por la cual, en virtud de nuestra acentuada debilidad, no está de más ingerir, de tanto en tanto, píldoras de conciencia, alimento que, según parece, no estamos en condiciones de digerir.

Dicho sea de paso: la familia de Shakespeare poseía un blasón: un brazo blandiendo una lanza.

1) Apenas hemos nacido cuando ya lloramos por el desconsuelo que sentimos de haber entrado en este vasto teatro de locos (Rey Lear).