Preludio de tango

Piazzolla, los inicios del gran cambio

Manuel Adet

Hoy, el nombre de Piazzolla no se discute en el universo del tango. Sus críticos más duros admiten que el hombre era dueño de un singular talento y que para bien o para mal hay que aceptarlo. Muchos lo hacen convencidos, otros a regañadientes. En todos los casos, lo que se impone es el reconocimiento. Como Borges -con quien nunca se llevó bien-, Piazzolla ganó la batalla cultural, y como Borges, las mieles de la victoria las empezó a disfrutar antes de morir.

No concluyen allí las coincidencias con el escritor. Piazzolla aprendió a hablar inglés antes que castellano. Su familia no era rica ni aristocrática, pero cuando él era casi un bebé se fueron a vivir a Nueva York donde el célebre Nonino se ganaba la vida como peluquero, entre otros oficios. Para escándalo de los tradicionalistas aprendió a tocar el bandoneón en la ciudad de los rascacielos. En los tiempos en que la polémica a favor o en contra de Piazzolla era más intensa, el mejor argumento de los piazzollianos era mostrar la escena de la película “El día que me quieras”, donde un Piazzolla de diez años disfrazado de canillita habla con Gardel. O el momento real en que Gardel canta “Melodía de arrabal” acompañado con el fueye del chico que al decir del Morocho, “tocaba como un gallego”.

La renovación que Piazzolla provocó en el tango fue tan trascendente para el género como la que Borges promovió en la literatura nacional. En el caso de Piazzolla, la renovación la produjo cumpliendo paso a paso, con todos, la preceptiva de la tradición. Instalado con su familia en Mar del Plata descubre el tango a través de Elvino Bardaro, el eximio violinista. En esos años, se relacionó con Atilio Stampone y Miguel Caló. Piazzolla se inició en la tradición del tango, pero en la mejor tradición, en la de los buenos músicos, en la de quienes no hacían concesiones a la moda o el rating. Siempre preferirá a De Caro en lugar de D’Arienzo y a Caló en lugar de Canaro.

Todavía no había cumplido los veinte años cuando se instaló en Buenos Aires decidido a cumplir con su destino. Se la rebusca como puede. Se suma a orquestas donde le pagan la comida y el vaso de refresco; toca en piringundines de mala muerte y en clubes de barrio. Como dirá Julio Nudler: “Ese barro no está en los tacos de los postpiazzollianos”. El tiempo libre lo dedica a estudiar. El objeto de su admiración es Aníbal Troilo, aunque ya para entonces ha descubierto a Pedro Maffia y Pedro Laurenz, es decir, los mejores.

En el Café Germinal de la calle Corrientes, el muchacho se instala con su café de quince centavos y se aplica a escuchar la orquesta de Pichuco. Durante semanas, meses, estudia al detalle la musicalidad de una de las mejores orquestas de Buenos Aires, hasta conocer el repertorio de memoria. En esos inicios, alternó con Orlando Goñi, Hugo Baralis, Alfredo Gobbi, Juan Maglio. La leyenda cuenta que en una ocasión Baralis se pone a conversar de música con el chico y descubre asombrado que se trata de un fenómeno.

Piazzolla quería ingresar a la orquesta de Troilo, pero los puestos estaban ocupados. Un viernes de 1939, el bandoneonista Juan Miguel Rodríguez cayó enfermo y Troilo decidió probar al pibe. Piazzolla se va corriendo hasta la pensión a buscar su bandoneón, regresa, sube al escenario y ensaya algunos de los temas del repertorio. Troilo nunca decía “qué bueno” o “qué malo”. Decidía. Así lo hizo con Piazzolla ordenándole que se consiga un traje azul y se sume a la orquesta esa misma noche.

Desde septiembre de 1939, hasta 1941, Piazzolla integra la línea de bandoneones de esa orquesta. Pronto se revelará como un bromista ocurrente y un arreglador talentoso. Troilo lo deja hacer pero le pone límites. Y también el sobrenombre: “Gato” . Ya para entonces Piazzolla sostiene que en el tango el oído es más importante que los pies, a contramano de los músicos de entonces que tocaban privilegiando el ritmo de los bailarines. Troilo no piensa lo mismo. No hay peleas ni ofensas irreparables, pero en algún momento Piazzolla se retira de la orquesta y se integra al grupo que cuenta con la presencia de Francisco Fiorentino como cantor estrella. De ese encuentro, han quedado 24 temas grabados, algunos de ellos memorables: “Viejo ciego” y “ Volvió una noche”.

Ya para esa época, Piazzolla parece estar más interesado en el jazz y la música clásica que en el tango. La leyenda cuenta que Arthur Rubinstein lo recomienda para que tome clases con Alberto Ginastera. Dos veces por semana el muchacho se sube al colectivo que lo lleva a Barracas para estudiar con el célebre compositor. Para esa fecha, está casado con Dedé, su primera mujer, pero el tiempo le alcanza para tocar con Troilo, estudiar música y amar a su esposa, porque el otro rasgo distintivo de Piazzolla es que no participa de los mitos de la noche tanguera: no trasnocha, no bebe, mucho menos se droga o se dispersa con prostitutas. También por esas preferencias, en su momento, los viejos tangueros le pasarán su factura.

En 1946, después de algunas diferencias con Fiorentino, quien no termina de compartir sus arreglos insólitos para el tango, forma su propia orquesta y en dos años graba alrededor de treinta temas. Allí impone temas que ya llevan su marca: “Inspiración”, “Tierra querida”, “La rayuela”, “Recodo” y algunos que ya lo preanuncian: “Pigmalión” y “Villeguita”.

Como él mismo dirá después, éstos son años de búsqueda, pero en una dirección que cada vez es más clara. Todavía no es un creador, pero es un arreglador de jerarquía al que músicos como Francini, Fresedo, Basso y el propio Troilo, acuden. En esos años arregla dos temas: “Inspiración “ y “Azabache” utilizando los violines haciendo escala arriba. Toma un tema de Mariano Mores, “Copas, amigos y besos” y lo inicia con un solo de cello en un escenario insólito: el cabaret Marabú.

Se dice que a principios de los años cincuenta, Piazzolla está decidido a dejar el tango por la música clásica. En 1954 viaja a París con su esposa. Ambos están becados: él para estudiar música, ella para estudiar pintura. En “La ciudad luz” se produce el encuentro que habrá de definir su destino, el momento que marca un antes y un después en su trayectoria: el descubrimiento de la musicóloga Nadia Boulanguer. En realidad, Piazzolla fue a París con otros objetivos, sin embargo en la gran ciudad descubre que el tango tiene una insólita actualidad, incluso sus temas son interpretados por las orquestas, al punto que su estadía de seis meses en la capital del mundo se financia en parte con los derechos de autor que le facturan.

Se cuenta que con Nadia Piazzolla se entendió en inglés. Ella le pidió que interpretara un tema de su autoría. Él ejecutó en piano su “Sinfonieta Buenos Aires”. Ella lo escuchó en silencio y luego le dijo: “Es muy bueno, pero al que no lo veo es a usted”. Es allí cuando él decide, incluso con algo de pudor, asumir su condición de tanguero e interpreta “Triunfal”. Al octavo compás, ella lo interrumpe y le dice. “ Me ha emocionado. No abandone jamás esto, esto es su música. Aquí esta Piazzolla”.

La anécdota tiene su cuota de leyenda, pero todos aseguran que es verdadera. Incluso los críticos de Piazzolla van a decir que de manera elegante Boulanguer le sugiere al joven argentino que no le da el cuero para la música clásica. La observación se parece más a una chicana que a una crítica. Piazzolla durante casi cuatro meses toma clases con Nadia Boulanguer dos veces por semanas y a un promedio de tres horas por clase. Cuando concluye el curso, su decisión está tomada: el tango será su destino, pero el tango donde Bártok y Stravinski, Bach y Mulligan se confunden con Arolas y De Caro, Troilo y Vardaro.

Con la orquesta de la Opera de París graba 16 temas, de los cuales catorce son de él: “Nonino” (después vendrá “Adiós Nonino”) “Marrón y azul”, “Chau París”, “Bandó”, Picasso”. Allí ya están la politonalidad, la diversidad rítmica, las variaciones en quintillo y seisillo de fusas... allí ya está Piazzolla. Lo que lo distingue no es haber recurrido al jazz o a la música clásica -tarea que otros tangueros ya habían intentado hacer- lo que lo distingue es que con esos elementos él crea algo diferente, una obra que es algo más que la suma de las partes, una obra que juega en los bordes y los límites de la música.

Cuando regresa a Buenos Aires crea su célebre Octeto cuya libertad rítmica, melódica y armónica es absolutamente original. En el Octeto Buenos Aires, participan Enrique Mario Francini y Hugo Baralis en violines; Atilio Stampone en piano; Horacio Malvicino en guitarra eléctrica; José Bragato en violonchello; Juan Vasallo en contrabajo y Leopoldo Federico y Astor Piazzolla en bandoneones. El camino hacia la revolución de la música tanguera estaba trazado.

Piazzolla, los inicios del gran cambio