En familia

La escuela como segundo hogar

Rubén Panotto

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Aún perduran testigos de generaciones que vivieron su niñez inmersos en ese orden indiscutido de la escuela como segundo hogar, y de la maestra como segunda madre. La convicción era tal que el primer día de clases ponía a los alumnos en un estado de excitación y ansiedad, que podía parecerse más al de la promoción final que a la jornada de iniciación.

Cuando era posible, los padres, hermanos y abuela o alguna tía participaban de la ceremonia inicial, en que se mezclaban el nerviosismo de las presentaciones con el inolvidable perfume de los guardapolvos almidonados. La mayor incógnita era conocer quién sería la maestra, la “señorita” del grado, que actuaría como segunda mamá. No existía ningún otro interés, ninguna distracción que relegara el sueño y la imaginación de vivir en nuestra segunda casa: la escuela. Cuando la algarabía se transformaba en desorden, era suficiente una orden de la “seño” para que el aula volviera a ser habitable. Era simbólica, pero indiscutible, la continuidad y presencia de la autoridad paterna y materna en la persona de la docente.

Existía un entendimiento tácito por medio del cual los padres concedían, y la docente asumía, la autoridad en su verdadero significado de “hacer crecer”. Era explícita, por su parte, la asignación de funciones, en que los padres tenían clara su misión de matriz humanizadora, permitiendo que la escuela fuera la matriz socializadora. Todo esto teniendo presente que en el establecimiento educativo convergen personas criadas con diferentes pautas y valores, a veces divergentes acerca de derechos y deberes, formas de resolver diferencias y el respeto por el otro.

¿Dónde estamos parados?

Ubicados en la era posmoderna, el escenario social, educativo, político, etc. ha sufrido profundos cambios, generando determinadas situaciones a saber:

* Crisis de las instituciones: el concepto de la escuela como segundo hogar se fue desdibujando en las últimas décadas, hasta esfumarse por completo en este nuevo siglo. Colapsó el sentido dado al ejercicio de la autoridad, como fundamento de la relación familiar, escolar y social. Los adultos perdimos el rumbo y la efectividad en nuestra función de formar en valores, actitudes y habilidades para la convivencia pacífica. Colapsó la ética del deber ser, pasando de la cultura del cumplimiento a la cultura de la transgresión, muy bien expresado en la remanida frase “prohibido prohibir”. Colapsó también la complementación entre la institución familia y la institución escuela. Ese acuerdo tácito entre padres y maestros, acerca de lo bueno y lo malo para el educando, hoy por hoy está roto, sin advertencias ni anticipaciones.

En aquellas épocas, a ningún padre o madre se le hubiera ocurrido desautorizar una sanción disciplinaria o calificación académica, y mucho menos hacer causa común con los hijos para tomar escuelas o agredir a docentes. Esta mención no implica un juicio de valor a los relacionamientos actuales, pero reconocemos que son diferentes, para bien o para mal. La misma realidad nos está mostrando el resultado de nuestros propios desaciertos. Si no actuamos con prontitud y competencia, el hogar y la escuela estarán signados por una complicada convivencia, en que difícilmente los alumnos puedan comunicarse y, mucho menos, aprender y permanecer.

* Restaurar los objetivos. El nexo que unió siempre a las dos instituciones más importantes para la formación de las personas es uno solo y compartido: el sujeto que aprende. El hijo para los padres, el alumno para la escuela. Un sujeto que hoy está devastado por las crisis de ambos sistemas.

Si recorremos algunas ciudades de nuestro país, podremos percibir el aumento de adolescentes deambulando por las noches como si no tuvieran hogar ni futuro. Hoy como nunca antes, la familia está procesando transformaciones y cambios, que la hacen más vulnerable e inestable. Asimismo hoy más que nunca el docente necesita aproximarse a la realidad de la familia para advertir y reconocer la disfuncionalidad que padece y emplear nuevos recursos de relacionamiento.

Se hace imprescindible restablecer una alianza entre quienes son responsables de criar y educar a los mismos niños. Es el tiempo de derribar muros y construir puentes entre la escuela y la familia. El niño percibe y sufre las rupturas de sus educadores, tanto de sus progenitores, con crisis matrimoniales de separación y divorcio, como también por las desaveniencias entre padres y docentes.

El alumno aprende mejor cuando su familia está presente y participa, lo que le proporciona seguridad y confianza. Está en nosotros -educadores, padres y alumnos- generar condiciones para revertir esta problemática. Un sabio proverbio enseña: “Instruye al niño en su carrera, que aunque pase mucho tiempo no se apartará de ella”.

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El primer día de clases. Hasta hace algunos años no existía ningún otro interés, ninguna distracción que relegara el sueño y la imaginación de vivir en nuestra segunda casa: la escuela. Foto: Archivo El Litoral