Crónica política

Lo dilemas del poder

a.jpg

Cristina Fernández. Sobre el “efecto viuda” que hoy la favorece no es mucho lo que se puede decir, salvo preguntarse cuánto durará. Foto: EFE

Rogelio Alaniz

Cristina Fernández será la candidata del peronismo para las elecciones del año que viene. Es probable que la oficialización de la candidatura se demore y no habría que descartar la posibilidad de una gran movilización del peronismo pidiéndole de rodillas que acepte el honor. A un mes de la muerte de Kirchner, en el oficialismo existe la certeza de que las elecciones se ganan en la primera vuelta. Las idas y venidas de la oposición parecen corroborar la hipótesis de que Cristina gana, como se dice en estos casos, haciendo la plancha.

Este fin de semana, la señora estará en Río Gallegos y seguramente rendirá honores a su marido. Sobre el luto no es mucho lo que podemos decir, salvo que es privado y que el dolor es intransferible. Desde el punto de vista político, está claro que el luto la sigue beneficiando. El dato es objetivo y no viene al caso discutir por ahora si Cristina se vale de la muerte de su marido para hacer política. Por lo pronto, lo único que se puede decir es que en más de un caso su actuación ha sido discreta, pero no así la de sus seguidores que, convencidos o no, consideran a Kirchner un mito popular y están dispuestos a hacer la campaña electoral con su leyenda atribuyéndole méritos que ni él mismo se hubiera atrevido a exhibir.

Lo objetivo es que, al kirchnerismo, la muerte del Kirchner lo ha favorecido. Hace un mes las encuestas no le otorgaban más del treinta por ciento de los votos y ahora su señora supera el cincuenta. Esos veinte puntos en un mes son el efecto luto o velorio. De todos modos, sería injusto suponer que el luto como capital político se justifica a sí mismo. Lo más correcto es interrogarse acerca de por qué una muerte produce beneficios políticos. ¿Sentimentalismo del pueblo? No creo que sea tan así ¿Necrofilia? Mucho menos ¿Reconocimiento tardío a un héroe político que se martirizó en el cumplimiento del deber? Tampoco creo que sea tan así. En todo caso, la respuesta a este interrogante debe estar ubicada en el medio de estas preguntas, pero no es sencillo ubicar con precisión ese difuso término medio.

Sobre el “efecto viuda” que hoy favorece a Cristina no es mucho lo que se puede decir, salvo preguntarse cuánto durará. En algún momento, las aguas volverán a equilibrarse, aunque habrá que preguntarse en qué punto lo harán. Por lo pronto, el oficialismo está demostrando que sabe administrar con solvencia el capital político recibido. Cristina no es Isabel y convengamos que, además, tiene experiencia en el manejo del poder, experiencia que es muy probable que en los últimos meses la haya enriquecido.

Gobernar la Argentina no es fácil para nadie, pero tal vez no sea casualidad que el peronismo insista una vez más en presentarse como la única fuerza política con capacidad de gestionar. La titular de esa gestión es Cristina Fernández. Cada uno de nosotros es dueño de tener la opinión que mejor la parezca sobre ella, pero desde el punto de vista político, el peor error que se puede cometer a la hora de especular sobre su futuro o evaluar su gestión y sus propias condiciones intelectuales, es subestimarla.

El gobierno tiene problemas -no sé qué gobierno no los tiene- pero no hay indicios de que esos problemas lo vayan a desbordar. La sensación es la de una gestión más o menos bien plantada en el centro del poder y en algunos momentos, demasiado bien plantada. Los problemas inflacionarios, las tortuosas negociaciones con el Club de París y el FMI, la corrupción de algunos funcionarios o la recurrente sensación de inseguridad, no creo que lo desestabilicen o le hagan perder el control de la situación.

En términos conservadores, es decir, en términos de aceptar lo dado y resignarse a administrarlo, el país está funcionando. No estamos en el Paraíso -lo que ocurre tiene poco que ver con la propaganda del oficialismo que pretende presentarnos una Argentina maravillosa- pero la gobernabilidad está asegurada y no hay indicios por el momento de que se vaya a desequilibrar.

En ese contexto, si al gobierno le va mal será por su exclusiva culpa. En el pasado, ha demostrado que fue capaz de despilfarrar con su empecinamiento el capital político conquistado. No está escrito que no lo vaya a hacer en el futuro, pero tampoco está escrito de que no haya aprendido de sus errores por más que a esos errores no se anime a reconocerlos en voz alta.

El gobierno de Cristina por lo pronto, dispone de la ventaja de la popularidad otorgada por un velorio a lo que se suma la experiencia ganada en el oficio de gobernar. Podemos estar en contra de lo que hace, pero admitamos que lo hace y que, a juzgar por los resultados, tan mal no le va. En principio ha demostrado que sabe lidiar con los factores de poder. Lo hace a su manera, en su estilo, pero lo hace. Se suponía, y tal vez se suponga, que ausente Kirchner su esposa no estará en condiciones de gobernar. Hasta ahora esa predicción no se ha cumplido.

La ventaja decisiva que el gobierno le lleva a la oposición no proviene sólo de un velorio cuyos efectos se irán disolviendo, sino de la política en el sentido más descarnado del término. El gobierno gobierna y garantiza que si es reelecto seguirá gobernando. No me interesa por el momento discurrir acerca de los contenidos de esa gobernabilidad, lo que importa insistir en este caso es que este gobierno le da a la sociedad una respuesta que la tranquiliza, en tanto ninguna sociedad se siente cómoda en el vacío o transitando al filo de la navaja y al borde del abismo.

Los dirigentes de la oposición si quieren ser leales a su rol, deberán demostrarle a la sociedad que ellos están dispuestos a gobernar mejor empezando por asegurarle a la gente el mínimo control de gestión. Una oposición que se precie de tal está obligada no sólo a definir un proyecto de Nación o una propuesta más o menos transformadora, sino a demostrar cómo lo va hacer y con qué gente.

En teoría política, se postula que una elección la gana el que demuestra qué piensa hacer con el capitalismo y con las masas. No hay motivos para estar en desacuerdo con esa hipótesis. El gobierno, a ese desafío, le da una respuesta que a mí me puede o no gustar, pero es una respuesta. La oposición, por el momento, a esa respuesta aún no la ha dado. Por lo menos, la sociedad no la conoce. Hay buenos muchachos anotados a la presidencia, hay buenas intenciones y hasta grandes ideales, pero convengamos que esas virtudes podrán ser muy valiosas pero no alcanzan.

Si a algún opositor no le gusta lo que digo lo siento por él, pero en política no se trata de recurrir a frases de consuelo sino de tratar de decir las cosas como son. Al cardenal Richelieu se le atribuye una frase que intentaré aplicar a esta coyuntura: el gobierno, el mucho mal que hace lo hace bien, mientras que la oposición, el mucho bien que desea lo está haciendo mal.

No se me escapan las dificultades que se presentan para construir una alternativa opositora, sobre todo en un país socialmente fragmentado y con un oficialismo que se vale de la formidable maquinaria estatal para practicar lo que Guillermo O’Donnell califica como democracia delegativa. Sin embargo, ninguna de estas dificultades justifica la inoperancia de nadie.

En todos los casos, la oposición debe saber que si quiere llegar al poder deberá demostrarle a la sociedad que está en condiciones de hacerlo, que sabe hacerlo y que, además, intentará hacerlo bien. La sociedad, o el ciudadano que esté dispuesto a apoyar a un candidato con su voto, reclamará saber qué va a hacer con las corporaciones, cómo va a negociar con los caciques sindicales, qué marco de acuerdo establecerá con los partidos políticos y los gobernadores, cómo va a garantizar la seguridad y las libertades públicas, qué relaciones establecerá con el parlamento y los poderes del Estado y, sobre todo, qué reformas o cambios promoverá en el Estado para resolver las grandes políticas públicas.

Las respuestas del oficialismo a todos estos dilemas son conocidas. Habría que insistir en todo caso en la formidable voluntad de poder que lo respalda. La oposición, por su lado, deberá no sólo presentar propuestas sino probar que dispone por lo menos de la misma voluntad de poder. No es un tema menor. Un sistema político democrático funciona en términos prácticos cuando la voluntad de poder de oficialistas y opositores es pareja. Hoy no lo es, pero no está escrito que mañana no lo sea. Lo seguro y lo deseable es que a la Argentina le hace falta una oposición fuerte y confiable. Si además es reformadora y progresista, mucho mejor.

La ventaja decisiva que el gobierno le lleva a la oposición no proviene sólo de un velorio cuyos efectos se irán disolviendo, sino de la política en el sentido más descarnado del término.