En familia

La sinceridad: virtud y deber

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La sinceridad es una virtud y un deber, pero enmarcada siempre en el respeto por el otro. La sinceridad no habilita para decir todo lo que se piensa sin tener en cuenta el daño moral o emocional que puede estar provocándose. Foto: Archivo El Litoral

Rubén Panotto (*)

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Ésa es la cuestión. En principio, podemos responder que ambas calificaciones son correctas, siempre y cuando comprendamos la oportunidad y responsabilidad que tenemos al aplicar la palabra sinceridad, específicamente cuando se trata de la vida de los otros y otras.

En nombre de la sinceridad he presenciado verdaderas agresiones y descalificaciones, las que en algún momento de la vida todos hemos padecido. Hay quienes consideran que el ser sincero habilita para decir todo lo que se piensa de alguien, sin tener en cuenta el daño moral y emocional que se le está produciendo.

En ocasiones, en mi tarea de orientador familiar me he visto obligado a observar que la sinceridad sin amor y respeto por los demás no es útil, sino por el contrario puede llegar a ser perversa y destructiva. Como patética ilustración puede verse en los programas televisivos de chimentos del ambiente artístico -para nada recomendables- las batallas verbales más miserables, en nombre de la sinceridad.

Valor y obligación

Analizando más profundamente esta temática, es propio inferir lo siguiente:

* Es virtud: cuando la persona se manifiesta con palabras y hechos tal como es en su interior, se establece una verdadera comunión del ser íntimo con el ser sociable, el ser exterior. Es además una condición que demanda la fe, para relacionarse o religarse con Dios (del verbo en latín religare, que remite a religión).

La sinceridad es parte de la justicia, de la veracidad que es necesaria en la convivencia humana, para dar mutuo crédito a las palabras y creer que nos dicen la verdad. La virtud está en la coherencia que debe haber entre el discurso y la práctica, entre la intención y la acción, siendo opuesto a la hipocresía. Sus componentes son los valores de la sencillez, de la humildad y el reconocimiento de los propios errores y defectos, que todos tenemos. Cuando llevamos estos principios a la vida social y política, descubrimos con tremenda desazón la realidad que nos circunda, hasta hacernos recordar la poesía de la querida María Elena Walsh: “Me dijeron que en el Reino del Revés nada el pájaro y vuela el pez...”. Así, las relaciones diplomáticas entre países e instituciones, lejos de ser ejemplos de veracidad y justicia, hacen alarde de tratados y documentos que muestran más la inteligencia al servicio de artilugios, que de arreglos veraces para el bien de las personas. A la sazón, no podemos dejar de mencionar a otro poeta y filósofo del lunfardo argentino, el célebre Enrique S. Discépolo cuando con su tango “Cambalache” voceaba: “¡Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor. Ignorante, sabio o chorro, generoso o estafador...! Si uno vive en la impostura y otro roba en su ambición, da lo mismo...”.

Por lo expuesto se deduce que la sinceridad es una virtud personal que muestra la verdad de lo que somos. Pero es necesario distinguir que entre este valor individual y el de las demás personas existe un valor agregado: la veracidad. Aquí sí debemos singularizar situaciones y oportunidades, no existiendo el deber de decir toda la verdad, cuando al hacerlo se afecte el honor y la dignidad del otro.

* Es deber: los padres no tenemos que esperar que nuestros hijos se perfeccionen en el arte de la mentira para preocuparnos por enseñarles la virtud de la sinceridad. Es nuestro deber transmitirles el amor por la verdad. Algunos educadores mencionan la edad de 7 años como la más adecuada para esta enseñanza, aunque otros aceptan que desde mucho antes se puede educar en la sinceridad. Es importante el trato que tengamos al momento de la enseñanza, evitando calificativos y expresiones de juicio, sino que es mucho mejor transitar por el camino de la influencia para que tanto el niño como el adolescente entiendan que es muy bueno decir la verdad, obteniendo como resultado el crecimiento de la confianza de sus padres y amigos. Debemos ser como el letrero al costado de la ruta: no vocifera, no grita ni siquiera susurra, pero muestra el camino para llegar a destino. Jesús les decía a sus seguidores que “el conocer la verdad los hará libres”, mientras él mismo se presentaba como el camino, la verdad y la vida.

El deber ser se anticipa a la práctica de la sinceridad como estilo de vida. Cuando un hijo confiesa una falta, hagamos el esfuerzo de exaltar su valor al decirnos la verdad, aunque al mismo tiempo estemos reprendiendo su error. Cuando se practica el deber de ser veraz, el resultado es el perdón y el amor. El perdón y el aplauso son para él, para nuestro hijo, aunque la falta sea sancionada.

A esta altura de la reflexión, podemos afirmar que “la siembra” de estos valores en la mente y el corazón de nuestros hijos no es tarea ocasional, sino que es competencia de los progenitores; no podemos “tercerizarla”. Como la gota que horada la piedra serán nuestros consejos, que luego engendrarán hombres y mujeres honestos y confiables.

Padres y adultos: hagamos “cadena de valores” para cambiar a las nuevas generaciones antes de que sea demasiado tarde. Alguien dijo: “No nos preocupemos tanto por el mundo que les dejamos a nuestros hijos, sino por los hijos que le dejamos al mundo”.

(*) Orientador Familiar.