ALBERTO CORTEZ

Alfarero de fantasías

Alfarero de fantasías

Trovadorde la simpleza con que se dicen las verdades, Cortéz caló hondo y encendió en los ojos algo más que brillo. Foto: Pablo Aguirre

El cantautor pampeano presentó anoche en Casino Santa Fe “Tener en cuenta”, su último disco; y emocionó a las lágrimas con un recorrido por las canciones que poblaron su carrera.

 

Florencia Arri

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Sentido. En sus ojos y emociones, en las manos, palabras y fraseos y en el pecho, Alberto Cortéz atravesó anoche todas sus acepciones sobre el escenario de Casino Santa Fe. Allí, el público ovacionó su sola presencia al divisar su figura, vestida de las canciones que compuso a lo largo de sus 71 años.

La excusa fue “Tener en cuenta”, la placa que presentó el viernes 11 en el Teatro Coliseo porteño y cuyo show trajo a Santa Fe sin aderezos y con la simpleza que lo hizo un grande. El peso con que arrojó cada tema desnudó la razón: una necesidad latente del calor del público que lo extrañaba desde hacía más de diez años. “Cuánto hacía que no venía, antes solíamos andar con más frecuencia por Santa Fe y Esperanza, pero la vida tiene ciertas cosas... murieron amigos y uno dejó de venir, no vaya a ser que la parca ande cerca” explicó sin risas, con voz firme y ojos temblorosos. Fue después de cantar “A mis amigos” y antes de saldar la deuda del tiempo con sus temas.

Había dicho hacía días que “todavía me emociona cantar aquellas cosas”, en las páginas de este diario. Fuera de toda cursilería, el show que brindó durante casi dos horas dio cuenta de la sensibilidad que tomó forma de pluma y dio por fruto sus miles de canciones.

En un fraseo sentido con vuelo de melodía, dio cuerpo y peso a cada letra y sumergió a su público en cada retazo de su vida que trascendió en música y palabras. Frente a un atril que salvó las trampas de la memoria -y el par de lentes, la neblina de los años- cantó lo que fue un deseo: “Uno, más sólo que ninguno, quisiera darlo todo...” y se entregó sin pudores. Ofreció poesía que extrajo de su pecho con melodías, caló hondo y encendió en los ojos algo más que brillo.

Con “Mi árbol y yo”, “Los demás” y “Distancia” evocó la nostalgia que luego rompió con un recitado al cantar “La vida”.

Ojos cerrados, manos y pecho abierto, esta voz pampeana inmune al acento de la Madre Tierra -donde reside desde hace años- entonó las “Nanas de la cebolla” que escribió Miguel Hernández y a las que puso música para apropiarse de las palabras, la historia de una niñez pobre que exhaló en canto como si emergiera de su propio recuerdo.

Por derecho propio

Rota la pena con “A partir de mañana”, que pintó escenas a modo de espejo, en un descarado manejo de momentos y emociones a fuerza de canciones, despertó risas que transformó en muecas. El juego comenzó con un estreno romántico, “No hables”, y despertó la complicidad al cantar “Lupita”, un retrato de las arrugas del amor tras el yugo de la vida. El desgarro emocional siguió con “Eran tres”, un homenaje a los tres Pablo (Neruda, Picasso y Casals) que remató con “Flores de invierno”.

Como quien desnuda los sentimientos más puros que honra en sus melodías, con los ojos rojos dedicó “Frankenstein” a la amistad, “el sentimiento más puro que un ser humano puede generar”; y “Te sigo queriendo” al amor que se mantiene vivo “con la algarabía de un tamborilero y el gemir austero de una letanía...”.

Superado el golpe de la emoción en su rostro, voz y manos, la ovación superó el momento y una señora se acercó para entregarle una flor e inspirar “Te llegará una rosa”. Pero pudo más la nostalgia, el trazo que confesó que “el vino saca cosas que el hombre calla, sube por el pecho, pecho del alma, le pone voces y saca palabras”, bravía, melancolía y la tristeza de quien se sabe humano y compuso “El vino”.

Ya en tiradores -pidió permiso para quitarse el saco-, pálido por las luces y el goce de compartir lo profundo con amigos desconocidos, Alberto cantó “Callejero” y “Castillos en el aire”, dijo adiós y exhaló tranquilo. Bajo una lluvia de aplausos se encendió el reclamo del amor efímero: el público pidió más y gritó sus pedidos.

Impoluto, consciente de ser razón de tanto, volvió a las tablas, tomó vuelo y arrancó “Cuando un amigo se va” de su pecho. Pero la pena y los años, las tantas veces que sus palabras pusieron nombre a lo inefable pudieron más y alejó el micrófono de su cuerpo. Cantó a capella las últimas estrofas, se entregó entero en lágrimas, voz y cuerpo, como el mito viviente que calza sus zapatos, que por derecho propio canta con grandeza las cosas simples de la vida.