Un santafesino en Londres

Reencuentro con Sherlock Holmes

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Rogelio Alaniz

Sherlock Holmes fue el héroe de mi niñez y mi primera adolescencia. Creo haber leído todas sus aventuras y haber visto casi todas sus películas. Me encantaba su inteligencia deductiva, sus hábitos de inglés, su personalidad, la confianza en sí mismo nunca derivaba en pedantería, la sagacidad de sus análisis, su británico sentido del humor.

Nunca se me ocurrió preguntarme si Sherlock Holmes era un personaje histórico o ficticio. Estaba allí, con mis libros, en mi cuarto. Me acompañaba de noche y de día y para mí ese dato era mucho más importante que indagar sobre su existencia real.

Como a tantos libros de mi niñez, nunca más volví a leerlo. Algo parecido me ocurrió con Julio Verne, Alejandro Dumas, Emilio Salgari, los western de la colección ‘Rastros‘, las aventuras de Sexton Blake y mister Reeder (de quienes nunca supe nada más), los textos de Louisa M. Alcott -interpretados en el cine, por Katherine Hepburn y, luego, por la adorable Liz Tylor- las ‘Aventuras de Bomba‘, el niño de la selva, publicadas por la Colección Robin Hood junto con los libros de Jack London, Mark Twain, Walter Scott y tantos otros.

Por motivos misteriosos, pareciera que nunca más se retorna a los libros de la infancia y la adolescencia, cuyos recuerdos nos van a acompañar toda la vida. Hay como una suerte de ingratitud con los autores que nos llevaron de la mano por el mundo de la aventura. O tal vez una suerte de pudor, ya que tememos -yo por lo menos- que una lectura adulta nos decepcione.

Valga esta confidencia, de juvenil connotación, para explicar que cuando caminaba por Londres y el azar me llevó a la calle Baker, inmediatamente los recuerdos de Sherlock Holmes se hicieron presentes. Fue como si de pronto hubiera regresado al barrio de mi infancia. Todo lo que sucedía a mí alrededor, todo lo que veía, tenía alguna explicación o algún toque vagamente familiar. Por lo menos eso es lo que creí. La estación de trenes, los comercios, los vendedores ambulantes, el bullicio de la calle.

Por supuesto que los ingleses no se han privado de honrar a uno de sus personajes más célebres, por lo que muy cerca del ‘metro‘ se puede apreciar la estatua levantada en homenaje a Sherlock Holmes, con su silueta delgada, su típica gorra y su inefable pipa. A dos o tres cuadras está el museo donde los seguidores pueden obtener una foto frente a la puerta de su casa luciendo la gorra y acompañado por un ‘Bobby‘ de carne y hueso. La casa de venta de ‘souvenires‘ es un gran negocio en el que todos los fieles caemos voluntariamente. Allí se pueden adquirir gorras, pipas, ceniceros, láminas, películas, fotos y todo lo que ayude a celebrar la ceremonia del recuerdo.

Por supuesto que algo compré, en homenaje a mi nostalgia y a la de mi hijo, que también fue un devoto de la historia del sabueso de los Baskerville. Salí a la calle y me pareció que ese cielo cargado de nubes, esa calle que se perdía en una línea de casas en el horizonte, aquella vieja iglesia levantada casi en una esquina, eran parte del mismo paisaje que Sherlock Holmes y su amigo Watson contemplaban todos los días cuando salían a la calle. ¿Ilusión, fantasía? Por supuesto. Para retornar a los principios de lo real siempre habrá tiempo, pero no deja de ser un buen ejercicio espiritual abandonarse, aunque más no sea por un instante, a la fantasía, sobre todo a esos tesoros de la fantasía acuñados en la infancia.

Contemplaba la estatua de Holmes, su casa, la multitud de gente que la visita y pensaba en el talento literario de sir Arthur Conan Doyle, talento ninguneado por críticos y académicos pero que continúa imponiéndose a pesar de todo. Sherlock Holmes es un personaje ‘real‘ de nuestro tiempo. Esa creación literaria algún valor tiene, esa capacidad para proyectarse en el tiempo algún talento ha exigido. Con su creación, Conan Doyle ha aprobado con las mejores calificaciones la prueba más exigente a la que es sometido todo escritor: el tiempo. No son muchos los que lo han logrado. Esa perdurabilidad, esa presencia siempre contemporánea es, sin duda, una demostración de que se está ante una obra de arte, un singular y exclusivo acto creativo.

Al lado de la casa de Holmes está el local donde los coleccionistas pueden comprar todo lo que se les ocurra de los Beatles, incluso discos de colección valorizados por su firma. No muy lejos de allí, una placa recuerda que en aquella casa vivió John Lennon cuando era pobre y que en aquella otra lo hizo, años más tarde, Paul Mc Cartney. No falta, por supuesto, el pub donde tomaban tragos y la plaza donde paseaban cuando nadie, o casi nadie, los conocía. Como se podrá apreciar, Londres no sólo recuerda a Ana Bolena y a María Estuardo.

En el barrio de Baker esta el museo de cera de ‘Madame Tussaud‘, según los entendidos, el más importante del mundo. Y no muy lejos de allí, Marbel Arch, el lugar donde se ejecutaba a los condenados a muerte, espectáculo que, como ya dijera en una nota anterior, convocaba a multitudes devotamente entusiasmadas por contemplar escenas tan emotivas y espirituales.

Siempre he dicho que a una ciudad se la conoce caminando o, para ser más preciso, se la descubre caminando. No hay otra manera. Los franceses a ese personaje lo han calificado con el nombre de flaneur. Baudelaire y Benjamin algunas líneas memorables han escrito al respecto.

Como toda ciudad tumultuosa, hay lugares a conocer que son inevitables. Pienso en el Museo Británico, en Bloomsbury y en Virginia Woolf, en el palacio de Buckingham (para mi el nombre siempre evocará a George Villiers, el personaje de Alejandro Dumas, el amante de la reina de Francia ejecutado por un fanático a pesar de los esfuerzos de D’Artagnan por salvarlo), en la abadía de Westminster, en la Torre de Londres, en la British Library pero, como siempre discuto con los amigos, el gran museo a conocer, es la ciudad propiamente dicha.

Los ingleses, por su parte, se preocupan muy bien por hacer de la ciudad un magnífico museo, un fantástico escenario donde honran su propia historia. Me sorprendió la importancia que le otorgan a la batalla del Trafalgar y al almirante Nelson. En mis clases de historia suelo destacar que la batalla de Trafalgar, celebrada en 1805 y en la que la flota inglesa derrotó a la española -financiada por Napoleón- produjo, entre otras consecuencias, las condiciones históricas que en el Río de la Plata le abrirían camino a la revolución de Mayo. Algo parecido ocurre con el duque de Wellington, el héroe de Waterloo; o con Winston Churchill, el héroe de la Segunda Guerra Mundial.

En el centro de Londres, cada esquina, cada calle, tiene una carga histórica precisa. Algunas tradiciones son sugerentes. En una de las esquinas de Hyde Park -142 hectáreas y alrededor de 4.000 árboles- desde 1872 está permitido reunirse a discutir, ejercicio en el que podía criticarse a la mismísima monarquía, siempre y cuando se hablara desde arriba de un banquito, de modo de “no pisar tierra británica”, lo que evitaba represalias y puniciones. Es un hábito y. se me ocurre, una terapia. La única exigencia -muy inglesa- es no emplear palabras obscenas. El lugar se llama speakers corner, porque está en un ángulo del parque.

En Hayde Park Enrique VIII disfrutaba de sus caminatas y satisfacía sus exigencias de cazador. No hace muchos años se habilitó una fuente de agua en homenaje a Lady Di. De más está decir que por muchas razones, incluidas las estéticas, me quedo con ella y no con ese salvaje carnicero que fue Enrique VIII.

Los jardines de St. James tienen doscientas hectáreas y se los puede caminar disfrutando del paisaje. Los lagos con sus cisnes, sus patos y sus gansos son un espectáculo digno de verse, muy en particular para un santafesino que al primer golpe de vista descubre que esos gansos que nadan con orgullo británico y flema inglesa por los lagos de St. James disponen de una seguridad y una confianza que nuestros gansos del Parque Garay hace rato que han perdido.

Esos paisajes, esos espectáculos callejeros, esas ceremonias diarias constituyen celebraciones donde Londres se honra a su misma. Lo decía Oscar Wilde: ‘En Londres no hay nada que cambiar, salvo el clima‘. Suscribo sus palabras. Agregando, además, que en los días que estuvimos sobró la lluvia y la garúa y faltó la niebla, ese sugestivo dato climático londinense que sólo los ingleses pudieron transformar en un objeto literario y de consumo turístico.

Sobre la niebla de Londres se han escrito poemas y relatos, y se han urdido las más curiosas leyendas. De todas ellas, prefiero la que tiene como protagonista a Carlos Gardel. Se dice que una noche Gardel hacia sus caminatas digestivas por las inmediaciones de los jardines de Kennsington acompañado de un amigo, cuando entre los cortinados de la niebla vieron pasar a un carro tirado por un caballo. Fue una visión breve, fugaz, que enseguida se perdió en la noche. “Gardel... como en el Abasto‘, le dijo su amigo. Y el Morocho respondió: ‘Como en el Abasto... pero en un sueño‘. Borges no lo hubiera dicho mejor.