Preludio de tango

El duende de tu son...

El duende de tu son...

Manuel Adet

Fue el último instrumento en incorporarse a la orquesta de tango de la guardia vieja, pero hoy ninguna orquesta merecería llevar ese nombre sin su presencia. Puedo equivocarme en algún detalle, pero me atrevería a decir que el bandoneón es el exclusivo inspirador de los poetas del género. Sería una exageración decir que las letras dedicadas al “fueye” son las mejores, pero admitamos que en cualquier antología de tango, algunas de esas letras no pueden dejar de estar presentes. Pienso al respecto en “Bandoneón arrabalero”, “Fueye”, “Che bandoneón”, “Cuando tallan los recuerdos”, “Mi bandoneón y yo”, “¿A quién le puede importar?” y “La última curda”.

No espero hacer una competencia improcedente, pero ni el violín ni el piano, mucho menos el contrabajo han recibido homenajes poéticos de esa calidad. Ocho o diez tangos de impecable factura están dedicados al bandoneón o se refieren a él. Los autores más representativos están presentes. En primer lugar, el gran Pascual Contursi, quien en 1926 otros dicen 1928- escribió en París “Bandoneón arrabalero” y lo estrenó el trío de Irusta, Fugazot y Demare, aunque en realidad quien lo lanzó a la fama fue Carlos Gardel.

En 1939 Enrique Cadícamo escribió “¿A quién le puede importar?”. La música la compuso Mariano Mores y el tango pudo haber sido estrenado ese mismo año por la orquesta de Francisco Canaro y la voz de Ernesto Fama. De todos modos, a la popularidad se la otorgó la grabación que en agosto de 1945 hicieron Ángel D’Agostino y Ángel Vargas: “¿A quién le puede importar, che bandoneón, que he sido bueno?”, le pregunta el protagonista al fueye. Durante años la versión canónica de este tango fue la de Vargas, pero en 1977 hubo una grabación excelente del Tata Floreal Ruiz acompañado por “La orquesta Típica Porteña” dirigida por Raúl Garello.

En 1942, Homero Manzi escribió “Fueye” y la música estuvo a cargo de Charlo. Este tango va a ser llevado a la apoteosis por Roberto Goyeneche. Una sola frase sintetiza la densidad dramática del poema. Goyeneche la dice como nadie: “Fueye... no andés goteando tristezas...”.

Al año siguiente, es decir en 1943, Enrique Cadícamo escribió “Cuando tallan los recuerdos”, poema cuya música pertenece a Rafael Rossi. Este tango fue estrenado por Alberto Marino y Aníbal Troilo en 1943, pero quien lo recrea hasta transformarlo en una carta de presentación de su repertorio fue Rubén Juárez.

En 1948, ya postrado por la enfermedad que lo habrá de llevar a la tumba, Manzi escribe “Che bandoneón” y Pichuco compone la música. Se asegura que a este tango lo estrenó Troilo con la voz de Jorge Casal en 1950. Su última estrofa es de una belleza conmovedora, digna de las mejores inspiraciones poéticas de Manzi: “Tu canto es el amor que no se dio / y el cielo que soñamos una vez / y el fraternal amigo que se hundió / cinchando en la tormenta de un querer / y esas ganas tremendas de llorar / que a veces nos inunda sin razón / y el trago de licor que obliga a recordar / que el alma está en orsay, che bandoneón”.

Capítulo aparte se merece el tango de Cátulo Castillo, “La última curda”, cuya composición musical pertenece, como no podía ser de otra manera, a Aníbal Troilo. Las versiones de Rivero y Goyeneche, en los dos casos acompañado por Pichuco, elevan la posibilidades poéticas de la letra a su máxima expresión, al punto que ya ningún cantor se anima con ellas, porque después de estos dos gigantes del canto no hay margen para nada más. Finalmente, y en una escala levemente menor, está presente esta otra creación de Rubén Juárez que se llama “Mi bandoneón y yo”, firmada por el poeta Julio Martín.

A la lista mencionada, podemos sumarle poemas emblemáticos de los tangueros como “Che papusa oí” escrito, otra vez, por Cadícamo y musicalizado por el autor de la Cumparsita, Gerardo Matos Rodríguez. “Che papusa oí / los acordes melodiosos que madura el bandoneón...”, canta Julio Sosa, acompañado por la orquesta de Armando Pontier.

Como para que ninguno de los grandes poetas esté ausente en este homenaje al fueye, Enrique Santos Discépolo escribió “Alma de bandoneón”. “Yo me burlé de vos, porque no te entendí, ni comprendí tu dolor”. En 1927 Alberto Vacarezza escribe “El poncho del amor” que Carlos Gardel graba ese mismo año: “Yo soy del barrio de la ribera / patria del tango y el bandoneón / hijo sin grupo de un gringo viejo / igual que el tango de rezongón”. En 1933, Manuel Romero presenta “La canción de Buenos Aires”, grabada por Gardel unos meses después. “Buenos Aires cuando lejos me vi / sólo hallaba consuelo / en las notas de un tango dulzón / que lloraba el bandoneón”.

En 1942 Hugo del Carril estrena “Pa que bailen los muchachos”, acompañado por un recitado del excelente Julián Centeya. La letra del tango pertenece a Cadícamo y la música es de Troilo. “Pa’ que bailen los muchachos via’ tocarte, bandoneón. ¡La vida es una milonga!”.

“Así se baila el tango” grabada por Enrique Tanturi y Alberto Castillo en 1942, no es la letra que más me agrada; pero como muchos poemas tangueros un verso, una estrofa, lo salvan: En este caso esto ocurre cuando Castillo dice: “Así se baila el tango / mezclando el aliento / cerrando los ojos para oír mejor / cómo los violines le dicen al fueye / por qué desde esa noche Malena no cantó...”.

En “Barrio de tango” una de las acuarelas más bellas de Manzi, después de describir el barrio con su terraplén, el silbido del tren, el amor escondido en el balcón, habla de los sapos chapaleando en la laguna y cierra la estrofa con “y a lo lejos la voz del bandoneón”.

Con estos poemas escritos por los poetas más calificados del género e interpretados por cantantes de primer nivel, el bandoneón tiene ganado un lugar mítico en el tango. Su “son” se identifica plenamente con el paisaje existencial del tango. El bandoneón convoca a la noche, a la tarde lluviosa, a las madrugadas desoladas. También a la soledad, el abandono y la pena. El bandoneón se queja, llora, se arrastra, gime. Inútil relacionarlo con la fiesta, la alegría. Es por definición triste, melancólico, y, al mismo tiempo, sentimental y bello.

Celedonio Flores lo dice con su habitual maestría: “Dulcemente entre sus manos / te desdobla acompasado / el bacán que te acamala y te sabe hacer llorar / y tu llanto y tu rezongo / dormilón, amilongado / y tu alma del suburbio / que se pianta en tu teclear. / Es la pena de una mina / que dejó a la vieja sola / es la bronca de un otario / amurado con su amor / es el llanto de una madre / con el hijo en la gayola / la tristeza del suburbio, rebosante de dolor”.

Decía que no es posible pensar una orquesta de tango sin la presencia del bandoneón. A esta afirmación habría que completarla diciendo que las más altas manifestaciones musicales del tango se hicieron con el fueye. Pienso en Astor Piazzolla y Eduardo Rovira. Pero esas dos referencias insoslayables están precedidas por una galería de verdaderos próceres del tango. Pienso en Eduardo Arolas, Juan Maglio, Pedro Maffia, Pedro Laurenz, Carlos Marucci, Ciriaco Ortiz, Aníbal Troilo, Leopoldo Federico, José Libertella, Osvaldo Ruggiero, Raúl Garello, Néstor Marconi...

La enumeración de artistas que se presentan solos debería completarse con otros que no han conocido el espaldarazo de la fama, pero que han sido reconocidos por sus pares. Hablo de Federico Scorticati, Gabriel Clausi, Armando Blasco, Eduardo del Piano, Julio Ahumada, Antonio Ríos y Roberto Di Filippo.

El bandoneón es de origen alemán, pero al Río de la Plata lo trajo un negro. Su música fue pensada para sustituir al órgano en las ceremonias religiosas al aire libre. En la Argentina no fue exactamente así, pero hay que decir que la religiosidad siempre estuvo presente en el fueye. Bastaba verlo a Pichuco improvisar sus célebres solos en el escenario, apenas iluminado por el cono de luz, para entender lo que es una meditación trascendental.

Los historiadores aseguran que el inventor fue el alemán Vertagh Heinrich Band. Ya desde sus inicios el instrumento tiene una tonalidad que se extiende desde el alto del clarinete hasta el clavicordio. Como dijera un crítico, “el bandoneón encierra una pequeña orquesta en sí mismo”. Tocarlo bien es una verdadera proeza musical. El fueye dispone de 38 botones para los registros agudos y 33 para los graves. Como para contribuir a la confusión general, cada uno de los 71 botones emite un sonido diferente si se estira o se comprime el fuelle.

Alfred Arnold fue el gran fabricante de bandoneones. No fue el único, pero sí el más importante. Disponer de un AA era y es la máxima pretensión de un bandoneonista que, según la leyenda, cuida su instrumento más que su auto, su casa y su mujer.