La escuela como blanco

Mientras el mundo entero todavía sigue consternado por la masacre provocada por un ex alumno de un instituto brasilero, con el saldo de doce niños muertos y el suicidio del agresor, educadores, sociólogos, psicólogos tratan de balbucear alguna explicación de un hecho de violencia extrema cuyas motivaciones cuesta comprender. No es la primera vez que suceden masacres en ámbitos escolares: acaso la más famosa es la de la secundaria Columbine, en Estados Unidos (que provocó por lo menos dos películas conocidas y premiadas, “Bowling for Columbine” de Michael Moore; y “Elephant” de Gus Van Sant), cuya secuencia tiene parecidos asombrosos: quince alumnos muertos y dos suicidios.

Es fácil suponer que, tratándose de un ex alumno con algún pasado no feliz en esa escuela, se piense en una venganza, un irracional acto de resentimiento y cualquier otro calificativo brutal: todos caben. Pero lo cierto es que muchas veces no están tan claras las causas por las que se elige una escuela, con su enorme carga simbólica, para descargar la furia asesina.

Por citar casos muy recientes en nuestro país, esta semana un chico sanjuanino de sólo 14 años ingresó a una escuela y disparó con un arma calibre 38 en pleno horario de clases. No pasó una tragedia, no hubo muertos, pero hubo un menor que llevó un arma cargada y la usó en la escuela. Y, sólo para abundar en ejemplos de distintos orígenes, características y consecuencias, la crónica diaria nos informó de una descomunal gresca entre alumnos, a la salida del colegio en Reconquista, en la que hubo cuchillos, látigos, gomeras y palos. También hubo intención de lastimar, de herir y hasta de matar al otro, aunque en este caso ello no sucedió.

Es decir, los tres casos, aun con sus evidentes diferencias, conservan la común matriz de la elección, deliberada o no, de la escuela, para descargar pulsiones de extrema violencia, justamente en un ámbito que está creado exactamente para lo contrario: para construir no para destruir, para incorporar humanidad y raciocinio, para apuntalar aquellos valores personales y sociales que nos permiten convivir -vivir con- en sociedad.

Es precisamente la escuela, a veces, la última trinchera en que se libra una desigual batalla: es el último ámbito de inclusión y si éste “falla” de alguna manera, tenemos un excluido, con su cóctel de frustración, resentimiento y violencia -estar fuera del sistema también es una forma de violencia-, que puede actuar como combustible peligroso ante cualquier disparador.

Pero es muy fácil y también muy injusto responsabilizar a la escuela por su “fracaso” y su perversa y violenta consecuencia directa. En una sociedad casi militarizada, armada hasta los dientes, con mensajes cotidianos violentos, es probable que situaciones de esta naturaleza se reproduzcan. Las sociedades, después del estupor inicial, tenemos que insistir hasta el cansancio con el mensaje de amor, contención, humanidad y conocimiento que una escuela por definición tiene. Y para ello hay que vestir la escuela, cuidarla, protegerla. Las escuelas son nuestros hijos, las escuelas somos nosotros.