Crónica política

Las encrucijadas electorales

Las encrucijadas electorales

Rogelio Alaniz

Un amigo me decía que, para él, la situación política ideal seria que Cristina ganara las elecciones en octubre, pero que la oposición controlara el Parlamento. Según su punto de vista, el futuro inmediato de la Argentina es color castaño oscuro y, por lo tanto, lo deseable sería que los mismos que montaron esta bomba de tiempo sean los que la desactiven, aunque el precio a pagar sea su propia inmolación política.

Le recordé que desde hace unos cuantos años los opositores predicen grandes catástrofes para la Argentina que, como es fácil de apreciar, no se han producido. También recordé que en el 2000 Menem le dejó a De la Rúa la bomba con la mecha encendida. Y a los costos de la explosión los pagó políticamente la Alianza. Los peronistas se fueron antes de que todo estallara y los nuevos gobernantes, en lugar de controlar la onda expansiva, la atizaron.

Mi amigo es de los que ya se han resignado a que Cristina gane las elecciones. No son pocos los que así piensan. Es más, algunos aseguran que Cristina no sólo va a ganar sino que, además, es deseable que así sea. Una mirada distendida sobre el arco opositor produce el clásico efecto de ‘vale más malo conocido que bueno por conocer‘. De todos modos, no estoy tan seguro de que la señora Fernández vaya a ser presidente durante cuatro años más. Y no estoy tan seguro, entre otras cosas, porque tengo mis serias dudas de que esta buena mujer quiera ser candidata. Es verdad que la vocación de poder de la señora es muy fuerte, pero también es verdad que un nuevo mandato presidencial le ocasionaría más problemas que beneficios.

Según se dice en los mentideros políticos, Cristina suma a sus problemas de salud los dilemas de quien sabe que, si no se presenta, traiciona la causa de su marido; pero si se presenta, la prolonga un período más, pero no más que eso. En todos los casos, el kirchnerismo como corriente política interna del peronismo o como la expresión del peronismo real en la primera década del siglo XXI, ha iniciado su cuenta regresiva. A la vuelta del camino, lo que lo aguarda no es Abal Medina u Horacio Verbitsky, sino Daniel Scioli o alguien parecido.

De todos modos, faltan casi seis meses para las elecciones nacionales y sólo un necio podría desconocer que el oficialismo en los últimos tiempos se ha fortalecido mientras que la oposición continúa dispersándose. Si hoy se votara, Cristina Fernández ganaría en la primera vuelta. Si se votara mañana el resultado sería más o menos parecido. El peronismo no está gobernando bien, pero sabe usar con eficacia los instrumentos del poder. Y ante una oposición agobiada por sus dudas y sus mezquinas refriegas, le hace creer a la sociedad que todo está bien o más o menos bien, un diagnóstico de la realidad que para una sociedad que no ve o no quiere ver lo que sucede a su alrededor, le alcanza y le sobra para seguir en el poder.

Es verdad que el gobierno está atravesando por serias contradicciones internas y que las señales económicas hacia el futuro son inquietantes, pero el peronismo es un sistema de poder que dispone de un inusual talento para patear los problemas para adelante. Al respecto, conviene recordar que una de las claves del populismo es, precisamente, esa capacidad para desentenderse del futuro, de vivir la política como un eterno tiempo presente.

De todos modos, lo que no se puede perder de vista es que en el contexto de un ciclo económico favorable hay que ser muy torpe para perder las elecciones. Desde hace rato se viene diciendo en ciertas usinas del poder que el gobierno gana sin hacer nada, es decir, haciendo la plancha. De modo que para perder las elecciones tiene que equivocarse, y equivocarse feo. Cierta prudencia en el tono de Cristina parece corroborar la hipótesis de que la señora ha aprendido la lección. Sin embargo, en su mismo entorno están los que dicen que sigue siendo la de siempre y que en la primera de cambio le va a salir al país con un martes siete. Todo es posible, pero hasta ahora no hay indicios de que ello ocurra.

Se llame Cristina o se llame peronismo, lo cierto es que la representación que esta corriente política tiene de la realidad y de sí misma no siempre es coincidente. El peronismo de izquierda o setentista supone que la sociedad los apoya porque son progresistas y luchan por la patria socialista, cuando en realidad esa sociedad apoya a los Kirchner por razones mucho más pedestres y que tienen que ver con el consumo, los créditos, los subsidios y los planes sociales. Una vez más la realidad nos enseña que las sociedades modernas no sólo no son revolucionarias, a menudo ni siquiera son reformistas.

El peronismo es la fuerza política que con más veracidad representa ese escenario donde políticos corruptos ganan el apoyo de trabajadores honrados y políticos inservibles pretenden despertar la esperanza de personas que hace rato han dejado de creer en cosas importantes. La retórica del gobierno es popular y progresista, pero su lógica profunda es corporativa y conservadora. La distancia existente entre una cosa y la otra explica sus contradicciones internas y las refriegas políticas que se avecinan.

El gobierno no las tiene todas consigo, pero las dificultades de la oposición son mucho más serias. En primer lugar, está dispersa y no hay indicios de que vaya a unirse. Se dice que el sesenta por ciento de la población está en contra de Cristina, pero la aseveración es políticamente imprecisa y socialmente falsa. Y lo es, porque sólo en la fantasía o en los deseos de algunos dirigentes, existe una exclusiva oposición. Guste o no, en los hechos hay por lo menos dos o tres núcleos opositores, núcleos que no tienen por ahora ninguna posibilidad de unirse, ya sea por diferencias ideológicas o por diferencias políticas o porque los intereses que intentan representar son incompatibles. Habría que señalar, por último, que en este escenario plagado de riñas y ambiciones, algunos dirigentes tienen más ganas de ser oficialistas con Cristina que opositores.

Se sabe que en situaciones complicadas la tentación de una salida simplificadora es muy grande. Hoy, esa tentación es la que pretende juntar a todos contra Cristina. Tal como esta estrategia se presenta, no tiene ninguna posibilidad de realizarse. El gobierno carga con problemas, vicios y errores, pero no es una dictadura militar a la que hay que derrotar uniéndonos todos. Esas unanimidades políticas se justifican históricamente cuando hay que deponer a un poder que niega al sistema político en su conjunto. No es lo que ocurre con el actual gobierno.

Yo lo siento por los que se entusiasman con esa posibilidad, pero Macri no se va a juntar con Alfonsín, De Narváez, Carrió, Duhalde, Stolbizer y Solanas. Aunque algunos no lo crean, la unidad política es un complejo dispositivo que reclama afinar intereses e ideas. La ilusión de ‘juntar a todos‘ es de imposible concreción porque los intereses y tradiciones son antagónicos. Ningún dirigente responsable va a aceptar un acuerdo de esa naturaleza, no porque no se le ocurra o no valore los beneficios de esa suma, sino porque sabe o sospecha que ningún ciudadano con dos dedos de frente va a votar una estrategia política que se parece más a un rejunte que a una coalición política con pretensiones de representar una alternativa superadora. En política, hasta el dirigente más improvisado debe saber que hay sumas que restan. Si no lo sabe ya es hora de que lo vaya aprendiendo.

Según los sociólogos, la política nacional en los últimos tiempos se ha expresado en un esquema de tres tercios. Algunos de esos tercios suele ser más fuerte que los otros, pero la polarización entre dos posiciones hace rato que no se da en nuestro sistema. Es verdad que la política admite y alienta la flexibilización, las maniobras, las aperturas audaces, pero hasta un límite. El agua con el aceite no se juntan y en política cada vez que se intentó hacer algo parecido, el resultado fue el fracaso porque a los votantes, salvo en situaciones extremas, no les gustan los híbridos.

Los partidos opositores, si quieren merecer ese nombre, deben ser leales a sus tradiciones y a las bases sociales que pretenden representar. Los dirigentes no deben ignorar que a una victoria electoral hay que merecerla y que nadie en la vida se saca la camisa vieja que tiene si no posee la certeza de que dispone a mano de una camisa mejor. Esa camisa mejor, los dirigentes de la oposición aún no la han mostrado y, tal como se presentan los hechos, algunos de ellos no la han mostrado porque no la tienen, porque la que tienen está en peores condiciones que la que critican o porque, sencillamente, no tienen la menor idea de qué se trata.