Un clásico de otoño

Se puede comprender cómo es una persona por su relación -entre posibilidades de lectura- con las hojas que el otoño le arranca a los árboles. Y el estudio on line y sumarísimo se completa con el modo en que recolecta las hojas caídas. Esta nota, lo sé, es un típico producto de época: periodismo amarillo, que le llaman.

TEXTO. NÉSTOR FENOGLIO. [email protected]. DIBUJO. LUIS DLUGOSZEWSKI. [email protected].

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Sólo hay que observar bien. Hay vecinos o uno mismo o alguien de la familia a quienes la caída inevitable de las hojas de los árboles -en unos pocos días, las hojas verdes, se ponen amarillas, marrones y luego están muertas en la vereda o en la calle- le pinta para el lado de la nostalgia. Ese espectáculo cotidiano y gratis por ahora, genera en algunos un sentimiento de melancolía y así se los ve también a ellos: mansos, consternados, como tocados por la efímera condición de lo vivo...

A otros, la caída de las hojas les genera una molestia indisimulable y toman como una afrenta, suponemos que divina, la sucesiva acumulación en su vereda de los restos mortales de los árboles y, desde luego, se ruega no enviar ofrendas florales.

Yo he visto gente, que dispone de mucho tiempo, desde luego, que lleva un control hoja por hoja de su árbol y sale corriendo a buscar a la que cayó en desgracia, que en cuestión de segundos es sacada de allí y colocada en una bolsa para el traslado a su última morada. Hay una tensa relación entre el árbol y la vereda y si aquél es amigo el resto del año con su sombra, ahora es un ominoso rival que mancha y ensucia.

Por el contrario, hay mucha gente que deja que las hojas se acumulen, hagan su dorada danza redonda (el otoño también es sinónimo de melancólica mala poesía y afiches románticos con dulces niñas, de polleras largas, enamoradas, con bicicletas en idílicos senderos) y en el mejor de los casos, limpian una vez al día o de vez en cuando. No están todo el tiempo con la escoba eliminando lo que el árbol eliminó.

Es evidente que esa diferencia de caracteres se traslada al modo de recoger las hojas. No quiero parecer necrófilo pero en definitiva es saber qué hacemos con los cadáveres, proceso que se inicia desde el mismo momento en que la hoja cae, ya finada. Desde allí, sólo trasladamos. Nosotros embolsamos y nos desentendemos. El basurero pasa y lleva todo a otro lugar. Sin ninguna ceremonia, nos olvidamos de los servicios prestados por esas mismas hojas durante el caluroso verano y ni siquiera sabemos dónde están enterradas. No hay lágrimas ni flores para las hojas muertas.

Decíamos que hay gente que junta hoja por hoja y que por lo mismo tiene diversión asegurada y buenos ejercicios durante todo el otoño. Hay, también, gente adicta a la escoba. Le gusta barrer hojas, acaso porque son objetos grandes y visibles, pero livianos, y uno tiene la sensación de ser una especie de arriero, de tener y ejercer un poder. Luego se junta con pala o simplemente con la mano y todo va a una bolsa, que se llena rápidamente.

Están los tecnificados que utilizan alguna suerte de aspiradora y desde el cómodo mirador de su propia altura, sin agacharse ni transpirar, van chupando las hojas, como si se tratara de una masiva abducción.

Tenés los arquitectos, que organizan prolijas pilas de basura en la calle, que luego el viento o los pibes de la cuadra vuelven a desparramar, con lo que agasajan a los demás vecinos. Se puede armar una interna feroz entre vecinos por la propiedad del árbol y por saber quién es el dueño de cada hoja que anda suelta ensuciando por ahí.

Y están los graciosos que en esa misma parva de hojas ponen un ladrillo o una piedra generosa, a sabiendas de que otros graciosos tienen la gracia que no tiene gracia de patear la parva de hojas. Jodido pegarle de puntín a un medio ladrillo arteramente oculto bajo las hojas...

Y así están las cosas. Las palabras nacen, crecen, creen reinar orgullosas y luego caen, mucho más si están en un diario: sus hojas nacen ya muertas y reinan unos pocos minutos antes de envolver huevos, limpiar vidrios, ayudar a los pintores... Y nos vamos quedando despojados, grises, mirando ya sin orgullo el seguro invierno. Esta nota se cae, no sé si dan cuenta.