La fragilidad del amor

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María Luisa Miretti

“Los enamoramientos”, de Javier Marías. Alfaguara, 2011.

Javier Marías (Madrid, 1951) retoma su particular estilo para profundizar en lo más visceral, sin necesidad de grandes historias o sucesos ilustrativos.

Como en otras novelas (Mañana en la batalla piensa en mí), apenas existe un móvil como pretexto para dar cuenta de infinitas sensaciones, más próximo al sentir humano que a la anécdota ficcional.

En aquél (Mañana...), era la muerte de una mujer; en éste, el asesinato de un hombre lo que provoca en el protagónico un ronroneo interminable sobre las mil y una posibilidades que seguramente, quizás, tal vez, se ciernen en circunstancias similares. Ese regodeo -lingüístico y expresivo- es la clave que seduce y atrapa, ya que involucra gradualmente al lector hasta inmiscuirlo en la problemática y convertirlo en interlocutor de esa voz narrativa que avanza y retrocede para dar cuenta de lo terrible, lo trágico y a la vez sublime del amor.

La novela está dividida en tres partes. En la primera, y desde las primeras líneas, irrumpe el tema de la muerte. Pérdidas fatales que se lamentan, se sienten, se extrañan, hasta que paulatinamente comienzan a desdibujarse. El tiempo inexorable- va envolviendo como una sutil telaraña las emociones, en una variedad de manifestaciones, hasta que de pronto comienzan a olvidarse, trayendo consigo culpa y arrepentimiento, buscando mil maneras distintas de presentificar la ausencia.

Un narrador testigo una mujer- que presencia con asombro la rutina diaria del desayuno de una pareja a la que admira, ante las muestras de amor que se prodigan, un buen día no los ve más. Al tiempo y de modo casual, descubre que el hombre fue muerto a tiros por otro con cierto desorden mental.

Desde esta situación inicial, comienzan las elucubraciones que llevan por intensos recorridos en el Madrid actual y en pleno barrio Serrano, cercano a sitios emblemáticos (el famoso colegio Estilo, de Josefina Aldecoa). Las descripciones son minuciosas al extremo, sin olvidar detalles, físicos o emocionales.

Hay que calmar la ansiedad hasta que se descubre el móvil o más bien la desaparición del hombre de la escena cotidiana, y reconocer que no es ése el motivo principal de la historia sino el asombro, la perplejidad y las innumerables reflexiones generadas por el tema de la muerte de un ser querido. Las asociaciones afectivas calan hondo y por momentos se tornan obsesivas y hasta morbosas, pero despiertan la ansiedad por continuar.

En la segunda parte, si bien aparecen nuevos personajes, todos relacionados con la pareja del muerto y con la voz femenina, testigo ocular que memora y asocia, continúan barajándose las hipótesis, a pesar de la contundencia de ciertas aseveraciones: “Me siento obligado a estar triste”, o bien “lo que dura se estropea y acaba pudriéndose, nos aburre, se vuelve contra nosotros, nos satura, nos cansa...”.

La selección del personaje femenino es un acierto, tanto por el tono melodramático como por las interminables elucubraciones, afines al género, en oposición al pragmatismo de otros. Esta certeza revela una vez más el placer de la lectura y la condición de un escritor capaz de plantear, a lo largo de toda la novela, la fragilidad del amor. Al deslizarse detrás de la voz femenina tiene más libertad para “marcar” esos aspectos negativos y dejar al descubierto las facetas de su debilidad.

En la tercera parte, no hay grandes revelaciones sino las necesarias para entender el mundo de emociones que vamos tejiendo en torno a seres y objetos, lo que significan, lo que realmente son, lo que prevalece y continúa, hasta llegar a comprender que “todos buscamos sustitutos” y de alguna manera, “nos pasamos llenando huecos”.