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“La cultura occidental”

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Una ilustración del libro de rezos medieval “Très riches heures”.

Tres legados confluyeron originariamente para conformar lo que llamamos “cultura occidental” (aunque hoy preferimos hablar de “mundo occidental”): el legado romano, el germánico y el hebreo-cristiano. El proceso de fusión tuvo lugar en el suelo de dominación romana y ella aportó sus estructuras fundamentales, su orden político y jurídico, que reemplazó ampliamente las débiles bases de las poblaciones indígenas de Occidente. “El formalismo romano, la tendencia a crear sólidas estructuras convencionales para conformar el sistema de convivencia, dejó una huella profunda en el espíritu occidental. La Iglesia misma no hubiera subsistido sin esa tendencia del espíritu romano ajeno a las vagas e imprecisas explosiones del sentimiento, y las formas del estado occidental acusaron perdurablemente esa misma influencia”.

Así José Luis Romero inicia su recorrido sobre La cultura occidental, del mundo romano al siglo XX, escrito en 1953, y cuya edición actual incluye un texto reciente del gran historiador argentino titulado Imagen de la Edad Media, en el que se propone ofrecer una mirada sobre esta época desprovista de prejuiciosos lugares comunes y deformaciones (la “Edad oscura”, “la noche de los tiempos”, y similares expresiones de rechazo). A esta subestimación reaccionó el romanticismo, con su exaltación de la épica caballeresca, de los espíritus nacionalistas, del antirracionalismo y de la fe triunfante de la época de los mártires cristianos.

En el sucinto y claro estudio sobre la cultura occidental Romero recorre los inicios, con sus aspectos de confusión, caos y confrontación. “Cristianismo y romanidad representaban dos concepciones antitéticas de la vida, y no es exagerado afirmar que el triunfo de la concepción cristiana debía herir a la romanidad en sus puntos vitales. Como miembro de una comunidad política, el romano aspiraba a realizarse como ciudadano, distinguiéndose en las funciones públicas, recorriendo el cursus honorum y alcanzando una gloria terrena cuya expresión era la perennidad del recuerdo”. Una gloria terrena que incluía la exaltación de la riqueza y del poder, mientras la muerte se concebía como ese vago reino de sombras que Virgilio presenta en el canto VI de la Eneida. El cristianismo proponía ideales y creencias totalmente contrarias. “No es pues absolutamente inexacto que la difusión del cristianismo contribuyó a la crisis del Imperio”, sostiene Romero.

Luego el estudio recorre la Edad Media, con la confluencia de los tres legados mencionados, una primera edad de la cultura occidental que se desenvuelve entre dos crisis: la del Imperio romano cristianizado y la del orden cristiano-feudal. “El siglo XIII constituye el momento culminante de este período. Es el gran siglo de las catedrales góticas, inspiradas en la misma idea de orden; es también el gran siglo de las universidades y de las Sumas; es el siglo del rey San Luis y de Santo Tomás de Aquino. Todo podía hacer creer que la cultura occidental había encontrado su cauce y establecido el equilibrio entre los tres legados que confluían en su torrente”.

Pero sobreviene la crisis del mundo feudal y el surgimiento de la burguesía, una nueva concepción del mundo y el pasaje hacia la modernidad. La que Romero llama Tercera Edad fue la irrupción del movimiento romántico, con su tradicionalismo y retorno a un medievalismo idealizado, también como reacción contra el Iluminismo (contra la idea general de que esta edad se inicia con la Revolución Francesa). “La gran revolución de la Tercera Edad es la revolución de las cosas, a la que acompaña fielmente una tendencia revolucionaria en cuanto concierne a las relaciones entre las cosas y los hombres”. La aparición de un proletariado consumidor, las crisis de los fundamentos de los privilegios, el asenso de las masas, la valorización del individuo. Y aquí también notamos cómo coinciden elementos de la tradición hebreo-cristiana con elementos romanos. “De tradición romana y cristiana es también la tendencia de la cultura occidental a la universalidad”, concluye Romero. Editó Siglo XXI.