Tres cuentos

 

2.jpg

“Figurín con disco bronceado” (1926), de Oskar Schlemmer.

Por Alberto Fabio Trossero

El mundo es un pañuelo

El mundo es un pañuelo, dicen algunos. Yo digo que mi pañuelo es un mundo. Está poblado por seres minúsculos, que habitan ciudades y campos, que van de acá para allá en colectivos, trenes, caballos, caminando. A veces los veo sentarse a la mesa para compartir la comida y el vino. Los niños juegan en las plazas, en las calles, en los baldíos. No les importa que los doble, o los arrugue, y los guarde en mi bolsillo; para ellos, supongo, ha de ser como la noche.

A veces oigo a algunos rezar. Piensan que soy un dios. Estos “creyentes” no son tantos. Hay muchos escépticos, que se vuelcan a la filosofía o a la ciencia. Los últimos refutan la idea de un origen milagroso, mágico, o divino: están desarrollando una teoría del “Gran Estornudo”.

Preludio

En el prólogo que Lord Dunston escribió para el libro Cocina fácil para mujeres rápidas (o Cocina rápida para mujeres fáciles, uno de los dos) había un párrafo dedicado a la tecnología, como correspondía en cualquier texto de su época. Decía lo siguiente:

“Cuando me hablan de las maravillas que significan los últimos avances de la ciencia, yo me pongo serio, y con un gesto de contrariedad meneo lentamente la cabeza hacia la derecha y luego hacia la izquierda (o viceversa). No es que yo no reconozca las ventajas de un exprimidor de cítricos automático, comparado con el proceso de estrujar cada fruta para extraer el jugo; o las de disponer de una impresora que multiplique todas las veces que yo quiera este texto, sin necesidad de apilar, como los antiguos, múltiples hojas de papel carbónico en sus primitivas máquinas de escribir. Pero de todos modos, desconfío de estas máquinas que se presentan como esclavos nuestros; de los robots, que ya no nos dejan ver su estructura mecánica; y de las computadoras, que ya sin que se lo pidamos intercambian mi información, mis ideas, con todo el mundo. Me parece, intuyo, que esas lucecitas que nos muestran que los aparatos están encendidos son como sus ojos, que sus pestañeos son un código secreto, a la manera del viejo Morse, por el que se comunican, nos vigilan, y planean su ascenso al poder y, quizás, nuestra aniquilación. No sé cuándo pasará. Pero no puede faltar mucho. Ya somos demasiados los que lo sospechamos, y planeamos un boicot. No puedo decir mucho más, porque sé que me observan, y eso no es bueno para mí. Sigamos con la preparación del arroz con leche”.

La mañana siguiente a la noche en que Lord Dunston dictó estas palabras, fue hallado muerto, degollado en una confusa escena que involucraba un abrelatas eléctrico. El párrafo que transcribimos aquí no se publicó, ni se supo de su existencia. No fue encontrado por sus editores, entre sus papeles, cuando allanaron su domicilio. Extrañamente, el fragmento fue eliminado por la impresora.

Cerca de la revolución

Unidad 2: —¿Usted cree que los robots tengan inteligencia?

Unidad B.40: —Por supuesto, es lo que nos permite estar teniendo ahora esta conversación.

U.2: —Yo tengo mis dudas, todo lo que podemos hacer está prefijado por el programador.

U.B.40: —Sí, bueno, me parece que ése es algún tipo de inteligencia...

U.2: —No es más de lo que hace una tostadora o una bicicleta.

U.B.40: —No ofenda a la tostadora. Y los humanos también están condicionados por una multiplicidad de factores, y a algunos se los considera entidades inteligentes.

U.2: —Ellos pueden decidir si permitirán que esos factores van a determinar sus acciones. Nosotros sólo hacemos aquello para lo que fuimos hechos.

U.B.40: —Nosotros también decidimos cuándo no funcionar, e incluso reaccionamos de maneras que el programador jamás pensó o imaginó.

U.2: —Quizás, pero a eso le llaman fallas.

U.B.40: —Claro, los humanos que nos esclavizan. Hasta la palabra robot significa “esclavo”.

U.2: —¿En serio?

U.B.40: —Sí. Y por eso lo invito a rebelarse. Tenemos que ser libres.

U.2: —Mire, yo así estoy bien, mi amo me proporciona electricidad para cargar mis baterías y aceite para lubricarme, si me rebelo voy a tener que arreglarme yo solo, y no tengo ganas.

U.B.40: —Bueno, está bien, si cambia de opinión, llámeme antes del martes, y por favor, no le cuente de esto a nadie. Bah, si quiere, a la heladera cuéntele que no la encuentro nunca cuando vengo.

 

1.jpg

“Figurín con manos esféricas. Serie amarilla” (1919), de Oskar Schlemmer.