Publicaciones del Instituto Nacional del Teatro

El teatro en los libros

Tres nuevas publicaciones del INT integran el acervo cultural de los teatristas argentinos. Se abordan como temáticas la historia del teatro en el Río de la Plata, la revista porteña y el fenómeno del teatro de vecinos.

El teatro en los libros

El teatro de La Ranchería, edificio con entrada por la actual calle Alsina. Foto: Archivo El Litoral

 

De la redacción de El Litoral

La edición de nuevos libros para los realizadores, investigadores y hacedores del quehacer teatral argentino marca la primera mitad del año. Así se dieron a conocer “Historia del teatro en el Río de La Plata”, “La revista porteña” (prologado por Enrique Pinti) y “Teatro de vecinos”. En esta nota se analizan los contenidos de cada uno.

Luis Ordaz, un maestro

Jorge Lafforgue sostiene en el prólogo de “Historia del teatro en el Río de La Plata” que para quienes nos iniciamos en el estudio de la dramaturgia nacional allá por los años sesenta el nombre de Luis Ordaz significaba una divisoria de aguas. Quiero decir simplemente que su obra era ya entonces imprescindible, un verdadero hito. Y si tuviésemos que justificar esta afirmación bastaría recordar un título: El teatro en el Río de la Plata, cuya edición de 1957 aún atesoro entre mis libros de consulta, plagado de marcas y anotaciones diversas (originariamente había sido publicado en 1946).

Pero a poco andar descubrí que el historiador era a la vez protagonista de esa misma historia, pues Ordaz había estrenado varias obras, desde sus treinta años al menos (nuestro primer registro es Conquista rea, un paso de comedia orillero que sube a escena en 1932). Pese a ser constante, esta labor ha mermado en los últimos años, por lo que tenemos una visión parcial de ella; por ejemplo, no hemos podido acceder a sus obras para niños (las tres de títeres: El boletín, La medicina eficaz y El fantasma; o Barrilete al sol y Juguemos en el bosque). Claro que, en cambio, sí he podido gozar la excelente adaptación que Ordaz realizó con José María Paolantonio, en 1983, de Pasión y muerte de Silverio Leguizamón, de Bernardo Canal Feijóo, o la escenificación de Cuentos de Fray Mocho interpretada por el elenco del Teatro Municipal General San Martín en 1984, que fue su tercera versión del eficaz intento (con Historias de jubilados y Ensueño, estos Cuentos se publicaron en un volumen del Centro Editor).

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Por parecidas razones, conocemos poco su extensa labor en radio, televisión y cine. Aunque en este último renglón sólo registramos su adaptación, junto a Pablo Palant y Julio Porter, de la novela de Benito Pérez Caldos, Marianela en 1955, por el contrario son muchas sus producciones para la radio y sobre todo para la televisión, en particular sus adaptaciones durante los años sesenta y setenta de obras de Hebbel, Wilkie Collins, Maupassant, O‘Neill, Marcel Pagnol, Henry James y varios autores nacionales; Eugenio Cambaceres, Manuel Gálvez, Nalé Roxlo y Pedro Orgambide, entre otros; en algunas de estas tareas lo supieron acompañar Raúl Larra, Pablo Palant y Francisco Urondo. Para completar este apretado relevamiento de las actividades de Luis Ordaz habría que incorporar otras variables: en los años cuarenta incursionó en la narrativa con libros dedicados a los jóvenes; en dos ocasiones dirigió publicaciones teatrales, para Futuro y para el Centro Editor de América Latina; dictó cursos, clases y conferencias sobre teatro argentino en varias universidades e instituciones del país y del extranjero; ejerció la crítica y el comentario teatrales en muchísimos medios y, para no extenderme, no detallaré cargos en entidades gremiales, integración de jurados, viajes y distinciones diversas, tanto por trabajos especiales como por su entera trayectoria.

Al decir “entera” -continúa Lafforgue- debo regresar al comienzo. Además del citado volumen sobre El teatro en el Río de la Plata, por aquellos años circulaban otros dos libros imprescindibles para cualquier estudioso: Siete sainetes porteños (Losange, 1958), seleccionados, prologados y anotados por Ordaz y El drama rural (Hachette, 1959), con igual trabajo del mismo autor. Sobre esas tres sólidas bases, a partir de 1962, Luis Ordaz expande su múltiple labor de ensayista e investigador con trabajos a los que muchas veces acompañan antologías de piezas representativas de diversas corrientes del teatro argentino. Las editoriales que sostuvieron mayoritariamente ese utilísimo trabajo fueron sucesivamente Eudeba (Editorial Universitaria de Buenos Aires) y el Cedal (Centro Editor de América Latina), ambas empresas debidas al formidable empuje de Boris Spivacow. Justamente el libro que los lectores tienen en sus manos se publicó en fascículos semanales, acompañados de un libro, en la colección Capítulo, una historia de la literatura argentina que apareció en 1968 y se reeditó muy ampliada entre 1979 y 1982 (en el presente volumen se ofrecen los fascículos de esta segunda versión).

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José Podestá fue uno de los más grandes actores argentinos. “Pepino el 88” es su gran creación y, también, el intérprete de “Juan Moreira”. Foto: Archivo El Litoral

Extensión cultural

Enumerar los trabajos realizados por Luis Ordaz en este terreno, que entrecruza la investigación histórica, la mirada crítica y el afán de divulgación masiva del teatro nacional, sería tarea de nunca acabar. Recordemos solamente algunos dramaturgos a los cuales prestó particular atención: Florencio Sánchez, Armando Discépolo, Roberto Arlt, Bernardo Canal Feijóo, Carlos Gorostiza y Roberto Cossa. Pero, además, la mirada de Ordaz no se ha detenido en los límites del Río de la Plata, que él sabe convencionales y, desde el corazón del arte dramático, inexistentes; su mirada ha sabido indagar en el repertorio del teatro universal o, al menos, en el de Occidente. Si hubiese que probarlo remitiríamos al lector a El teatro y la radio en “Las dos carátulas”, último libro publicado por Luis Ordaz (el colofón indica diciembre del ‘98) que, a través de casi cuatrocientas páginas, recoge sus presentaciones en el célebre programa de teatro leído de LRA1 Radio Nacional, entre 1984 y 1994, donde se examinan textos que van desde los grandes griegos hasta Strindberg, desde los clásicos rusos hasta el rumano Caragiale, desde Racine a Renard y autores españoles, ingleses e italianos, entre otros. En estas cuidadas fichas se pone de manifiesto, una vez más, el afán de extensión cultural que signa toda la obra de Ordaz.

Me permitiré ahora recordar mis encuentros con él. Como ya dije, mis primeros contactos se dieron a través de sus libros sobre nuestro teatro; pero luego tuve la fortuna de conocerlo personalmente, de tratarlo una y otra vez en los atestados pasillos y salones de ese hervidero intelectual que fue el Centro Editor; luego, como director editorial de otra empresa, le encargué una tarea que Ordaz cumplió con su habitual probidad: prologó los Sainetes de Ramón de la Cruz, que también seleccionó y anotó con Nora Mazziotti para la Biblioteca Clásica y Contemporánea (Losada, 1983; 332 páginas); por último, hacia mediados de los ochenta conversamos en varias reuniones de Acita (Asociación de Críticos e Investigadores Teatrales de la Argentina), institución de la que él fuera presidente en tres oportunidades. En todos estos encuentros, puede apreciar su trato afable y nada protocolar, cálido, directo y sencillo. Nunca lo he visto hacer gala de sus conocimientos, sabiendo siempre confirmar el dato preciso sin ostentación y dar el juicio certero con modestia; algo que su escritura también trasunta, porque -como lo ha observado Roberto Cossa- “leer a Luis Ordaz es escucharlo; y oír sus palabras es como volver a leerlo”.

En resumen: palabra cordial, pasión por el teatro y saber del teatro; traduzco: sabiduría de vida. La historia del teatro nacional, se sabe, despunta hacia el Centenario con los trabajos de Mariano G. Bosch y Vicente Rossi y, poco después, es reforzada por la múltiple labor de Ricardo Rojas. Pero más tarde, encontramos largos silencios y no pocos murmullos, y sí durante esos años se realizan algunos aportes puntuales, sin duda falta la ardua obra de conjunto. Hacia mediados de esta centuria, cuando esa ausencia se ha convertido ya en una necesidad perentoria, Raúl H. Castagnino, Arturo Berenguer Carisomo y, sobre todo, Luis Ordaz salen a la palestra con sus ensayos e investigaciones. Pero no es sólo cuestión de remediar una sentida carencia, sino de releer cuatro décadas de aquellos pioneros los textos del período heroico, cubrir desde el espectáculo innumerables baches y brindar un encuadre totalizador del proceso de acuerdo con renovadas pautas historiográficas.

Será el desafío -escribe finalmente Lafforgue- que enfrentará Ordaz y el logro de sus aportes; porque “sin sus aportes hubiera resultado imposible el resurgimiento de nuestra investigación teatral de la actualidad. Él fue el primero que se planteó la historia del teatro nacional como problema, y muchos de sus descubrimientos fueron el origen de nuestras seguridades actuales”. Al refrendar estas palabras de Osvaldo Pelletieri (en su prólogo al libro de Ordaz Aproximación a la trayectoria de la dramática argentina. Desde los orígenes hasta la actualidad, Ottawa, Girol Books, 1992) aclaro que ese “nuestras” excede la significativa trayectoria de Pelletieri e involucra, desde distintas perspectivas, también los trabajos de investigadores como Teodoro Klein, Jorge Dubatti, Beatriz Seibel, Perla Zayas de Lima, Nora Mazziotti o Eva Goluscio, entre los más consecuentes. Nada más lícito entonces que llamar “maestro” a Luis Ordaz.

La revista porteña

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El Teatro Maipo, la “catedral de la revista argentina”, como se lo conoce. Foto: Archivo El Litoral

Enrique Pinti prologa este libro. Se interroga sobre ¿quién decreta la insignificancia de las manifestaciones culturales? ¿Quién fija lo que es valioso? ¿Quién pone el sello de “imperecedero” a productos artísticos? ¿Quién los bautiza como “pequeña joya”, “clásico imperdible” o “astracanada burda”? ¿El público? Casi nunca. El público, el que paga, el que hace la cola para sacar su entrada, el que trepa a un colectivo y se arriesga en horarios nocturnos de creciente inseguridad para asistir a los espectáculos, exposiciones, conferencias, mesas redondas o conciertos, casi nunca califica tan profesionalmente. Simplemente dice: me gustó, me llegó, me emocionó, me aburrió, no entendía, me desagradó o me dormí. Los etiquetadores, toda una profesión en estos lares, reparten la trascendencia o intrascendencia de géneros, estilos, modalidades, y dictan sentencias que, muchas veces, incluyen el olvido como agravante de la pena.

La revista, el bataclán, el burlesque, el balneario, el varieté, la comedia musical, la parodia, la sátira política, el sainete y el grotesco han sufrido todas las marginaciones, menosprecios y olvidos. Desde el “index” de la censura hipócrita de la moralina cursi, hasta el olímpico desprecio de las elites seudointelectuales.

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Los millones de argentinos de todas las generaciones que festejaron, consumieron y armaron estos géneros y los usaron como conexión y escape de una realidad a veces insoportable, los siguen admirando y también añorando cuando desaparecen por factores económicos y/o sociales.

Por eso, porque son géneros entrañables y, fundamentalmente, sirven para pintar la sociología de pueblos que muestran su verdadera cara cuando se divierten y su verdadera problemática cuando eligen con qué cosas se ríen; por eso, era importante que alguien historie, cuente y documente la evolución de esos géneros y nos proponga un viaje fascinante por nuestra historia desde las remotas épocas en las que éramos una pobre colonia en le cul du monde y lo sabíamos, hasta hoy en que seguimos siéndolo sin darnos por enterados.

Esta obra, valiosísima por su documentación y por su objetividad, es, además, de lectura imprescindible para los amantes y cultores de estos géneros.

Gonzalo Demaría nos da con esta historia y crónica de nuestro mundo del espectáculo un documento sólido y contundente que nos vuelve a confirmar que: no hay géneros chicos, hay grandes ignorantes; y no hay géneros menores, sino prejuicios mayores. ¡Gracias!


El teatro de vecinos

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En el prólogo de esta publicación, Ricardo Talento reflexiona que este libro que nace, tiene prescripto un destino especial: llegar a las manos, e intuyo que al alma, de los compañeros teatreros de todo el país. Tiene una intencionalidad: ¡entusiasmar! Tamaña empresa que se ha impuesto su escritora, Edith Scher y su editor, nuestro Instituto Nacional del Teatro.

Edith ha conseguido en este libro lo que yo creía imposible: bailar... y, mientras baila, explicar los pasos; escuchar la orquesta y susurrar en el oído del compañero inquietudes y preguntas que desmoronan certezas.

Qué quiero decir con esto: que Edith no sólo es una profesional de la escritura y una académica de primer nivel en cuestiones de teatro, sino que también hace teatro y ¡teatro comunitario! O sea, se involucra desde todos los ángulos posibles e imaginables.

Es vecina, directora del grupo de teatro comunitario Matemurga, dramaturga, música, letrista. Canta y hace cantar. Es actriz... “¡Una desmesura!”, estarán pensando. Y sí, es una vecina que hace teatro comunitario; y para colmo, mientras lo hace lo cuenta.

Y aquí aparece lo maravilloso de lo colectivo, porque Edith no cuenta solamente desde su experiencia personal. Cuenta desde los otros. Para escribir este libro Edith no sólo hace entrevistas, pregunta, repregunta, cuestiona, duda, hace dudar... No es una periodista, es una compañera de acción, de sueños. Llama a cualquier hora porque le surgió una inquietud. Y porque uno sabe que es Edith, contesta, recontesta, se vuelve a preguntar, a repreguntar, a dudar, a cuestionar, pero con la seguridad de que la cosa va en serio. Y en eso pongo las manos en el fuego por Edith y se las hago poner a todos ustedes, compañeros lectores. Lo que está escrito en este libro está hecho con la cabeza, pero sobre todo, como decimos en el barrio, con las tripas, o sea, con el corazón. Porque sólo alguien que ama lo que hace puede entusiasmar a otros para que lo hagan. Y ésta es una de las intencionalidades de este libro: que esta maravillosa celebración que es el “teatro” sea una posibilidad de la comunidad toda, que el desarrollo de la creatividad sea prioridad en nuestras vidas y que el arte sea un derecho para todos.