El poder de la creación

5.jpg

Por Julio Anselmi

 

“El ojo de La Culebra”, de Walter Schvartz. Losada, Buenos Aires, 2011.

El investigador privado Joaquín es un hombre que adolece de un pasado traumático (el abandono de su madre cuando era niño, la infidelidad de su esposa, dejar de hablarse con su padre) que lo ha vuelto un solitario intransigente, a pesar de ostentar -merced además al uso de pantalones bien entallados- de un apreciable atributo, del que depende precisamente el apodo de La Culebra con el cual se lo conoce, y que lo hace súbitamente apetecible a las mujeres con ojos avizores.

Dedicado a la investigación después de una dilatada experiencia en oficios diversos (“uno diría que sabe un poco de todo y mucho de nada”), cuenta con un fiel ayudante de oído excepcional (El Orejas, lo llaman, en efecto), y con la amistad de un oficial de policía y de una prostituta. A ésta lo une una relación entrañable pero distante, que finalmente llevarán a que la mujer deje su profesión y lo ayude en una de las intrigas que se develan en El ojo de La Culebra.

En síntesis esas intrigas son tres: el caso de un excéntrico millonario que da clases particulares de algunas materias a prostitutas y que es objeto de un siniestro complot por parte de su esposa infiel y de su suegro. Después, el misterioso caso de un geriátrico en Luján, que nos llevará hasta el Drácula de Stoker. Y finalmente, la investigación acerca de la razón del repentino abandono de su familia tantos años atrás por parte de la madre de Joaquín, que llevará a cabo su amiga ex prostituta en Europa. Otros casos marginales completan el cuadro, como la búsqueda de los empecinados culpables que pintarrajean la escultura en homenaje al Cid de Anna Hyatt Huntington en Buenos Aires, o el caso de la voz de un cautivo de los parapoliciales que se le revela al protagonista en el baúl de un viejo Ford Falcon.

Con estos personajes y sobre estas situaciones se desarrolla El ojo de La Culebra, una novela que deslinda constantemente los contornos del género policial en el que parece estar instalada. En primer lugar, debido a la periódica irrupción del autor de la ficción para manifestar sus dudas o reflexionar sobre el destino y la felicidad de sus personajes y de sí mismo. Así: “Elegir la fisonomía apropiada para un héroe de ficción es una tarea entretenida, aunque la enorme variedad de opciones que se le presentan al escritor torna la faena sumamente complicada. Para lidiar con el mal trago existen, no obstante, chicanas útiles y perdonables. Una de ellas es dotarlo de una capacidad camaleónica moderada...”. O: “La creación. Esa fortuna, ese poder inaudito me subyuga: lo confieso. Sin embargo, debo confesar a la par que ni siquiera me pertenece realmente. Los seres que sufren en este pequeño mundo imaginario lo hacen sin que nadie ni nada haya conspirado contra ellos...”.

Es este personaje-narrador quien nos da claves, como en este pasaje en que el “ojo” del título cobra su cabal significación: “El ojo es la pieza manifiesta del órgano de la visión, órgano cuya cualidad monopoliza la representación del conocimiento del saber, y que supera en orden de importancia a la virtud determinante del resto de los sentidos, como si se pudiera acceder al todo con sólo mirar. Y es justamente de esta manera alegórica que comenzamos a armar el rompecabezas...”.

El resultado es una novela entretenida y ágil, ambientada en un Buenos Aires que el autor-narrador se detiene en observar, “lúgubre, marchita” y habitada por seres que cultivan “como ninguna otra la flor de la nostalgia”.