En Familia

El padre amigo: una gran confusión

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En generaciones anteriores, nuestros padres no fueron nuestros mejores amigos, sino nuestros mejores padres. Muchos padres hoy se han adolentizado, bajándose de su escalón de progenitores, dejando vacío el podio de los referentes necesarios para que la vida con sentido de nuestros hijos y nietos continúe.

Foto: Archivo El Litoral

Rubén Panotto (*)

 

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En toda América Latina se adoptó el tercer domingo de junio para festejar el Día del Padre de familia, siguiendo la tradición de los EE.UU. y Canadá, donde se estableció en 1924. Más atrás en el tiempo, en 1870 ya se celebraba el Día de las Madres por la Paz, el que posteriormente se derivó para honrar a la madre de familia.

Por su parte, el Día del Amigo tiene como antecedente la Cruzada Mundial de la Amistad, instaurado en Paraguay el 30 de julio de 1958. Transcurrida una década, fue adjudicado al primer descenso del hombre a la Luna, el 20 de julio de 1969, por ser el acontecimiento histórico que unió a todos los habitantes del planeta en un mismo sentido de logro para toda la humanidad. Como noticia poco conocida, el 27 de abril del presente año, durante las sesiones de la Asamblea General de las Naciones Unidas, dentro del tratamiento de la Cultura de Paz, “se reconoce la importancia de la amistad como sentimiento noble y valioso en la vida de los seres humanos de todo el mundo”, por lo que se decidió proclamar al 30 de julio como Día Internacional de la Amistad.

Los festejos mencionados exponen caros sentimientos y emociones de nuestros afectos, y resulta afortunada toda expresión e interpretación para darles el valor que se merecen.

Proviene del amor

La palabra amistad deriva del verbo amar y se define como una relación afectiva pura y desinteresada, que crece y se fortalece con el trato entre dos o más personas. Es entonces una relación voluntaria nunca impuesta, apreciando y respetando las diferencias estructurales personales. No existen recetas ni leyes regulatorias para crear amistades. Es un estado que se da o no, dependiendo del grado de confianza y tiempo para crecer en esa relación. No se puede ser amigo de todos ni de muchos, porque nunca se puede llegar a intimar y conocer más profundamente a los demás. Tener pocos amigos no es malo ni bueno, es lo aceptable y posible para profundizar en una de las relaciones interpersonales más gratificantes de la vida. Ser amigos del alma no es mágico ni espontáneo, ni exige condición de vínculo sanguíneo alguno. La amistad se cultiva, es tiempo y vida compartidos, con buenas y malas noticias. Son lágrimas y sonrisas, con preocupación y compromiso, con lealtad sobre todas las cosas. Dice un proverbio: “En todo tiempo ama el amigo, y es como un hermano en tiempo de angustia”. La verdadera amistad es transversal y respeta el libre albedrío del otro, no invade, no obliga, antes decide obligarse a sí mismo; es flexible y respeta las decisiones del otro, sin la exigencia de compartirlas. La amistad no tiene jerarquías por autoridad.

Hijos para el mundo

Años atrás, uno de mis hijos me envió una hermosa tarjeta, expresándome sus honores como su mejor amigo. Aplicando mis principios de paternidad responsable, no respondí a tan afectuoso saludo, pero como era de imaginar apareció su reclamo en un posterior encuentro. En mi antipática y casi destemplada respuesta, le declaré que no me consideraba su mejor amigo, sino más aún: me exponía como su único e irremplazable padre, quien más allá de su reconocimiento, tenía el placer y deber de amarlo, protegerlo y educarlo en principios y valores de la vida, dentro de los límites de una libertad responsable. Una expresión que se la atribuyo al brillante y ya desaparecido filósofo argentino Jaime Barilko dice “no nos preocupemos tanto por el mundo que le dejamos a nuestros hijos, sino más bien por los hijos que le dejamos al mundo”.

En generaciones anteriores, nuestros padres no fueron nuestros mejores amigos, sino nuestros mejores padres. Todos los límites que nos impusieron no impidieron que nos hayamos sentido queridos por ellos, ni que nosotros los hayamos amado. La terapeuta Estela Troya, que el escritor Sergio Sinay menciona en uno de sus libros, despachó una frase terminante y precisa: “Hay decisiones, la mayoría de ellas, que los padres no consultan con sus hijos, ni tienen por qué hacerlo; simplemente se las informan”.

Nuestros padres del siglo XX, la mayoría de ellos personas comunes y mucho menos informadas que hoy, enfrentaban la vida y la crianza de sus hijos guiados y confiados en su intuición, no obstante con la convicción de educarnos con amor, con responsabilidad, haciéndose cargo de los hijos que habían traído al mundo. Estos padres nunca abdicaron en sus roles y funciones, no tuvieron temor de perder el cariño de sus hijos y no creyeron que el amor de ellos debía comprarse. El siglo XXI ha comenzado con el estigma del amiguismo paterno. La joven psicóloga Pilar Sordo critica el actual estilo de educar de los padres, que confunden el ser padres cercanos con ser padre amigos y afirma: “Gran parte de los problemas de nuestros hijos se debe a que a los padres se nos olvidó ser autoridad. Nosotros somos los que mandamos en la casa, nos guste o no”.

Muchos padres hoy se han adolentizado, bajándose de su escalón de progenitores, dejando vacío el podio de los referentes necesarios para que la vida con sentido de nuestros hijos y nietos continúe. No privemos a los hijos de los beneficios de uno de los diez mandamientos universales, que enseña: “Honra a tu padre y a tu madre para que te vaya bien y disfrutes de larga vida en la tierra”.

(*) Orientador Familiar