crónicas de la historia

Obispo Angelelli ¿accidente o crimen?

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Rogelio Alaniz

El consenso acerca de la muerte del obispo Enrique Angelelli es unánime o casi unánime: fue asesinado. Al cumplirse los cuarenta años de su muerte, el cardenal Jorge Bergoglio rezó en su tumba. Después dijo en su homilía: “El día de la muerte de Angelelli alguien se puso contento porque creyó que era el triunfo. Fue su derrota. Esa sangre hoy clama por vida y el recuerdo de Angelelli no es memoria encapsulada, es desafío”. La más alta autoridad de la Iglesia Católica rendía homenaje al obispo mártir, al obispo del que, como dijera monseñor Hessayne, “tenemos más pruebas de su martirio que del de muchos mártires de los primeros siglos del cristianismo”.

Las opiniones oficiales de la Iglesia Católica han cambiado. Lejanos parecen los tiempos en que algunos de sus dignatarios preferían mirar para otro lado o comprar sin beneficio de inventario la teoría del accidente. Irreales y perversas parecían a la luz del veredicto de la historia las palabras de monseñor Primatesta recomendando “ser prudentes como las serpientes”.

Enrique Ángel Angelelli, el obispo mártir, el sacerdote que reclamaba tener un oído en el pueblo y otro en el Evangelio, murió el 4 de agosto de 1976. Había nacido en Córdoba el 17 de julio de 1923. Pablo VI lo ordenó obispo en 1960 y a la diócesis de La Rioja llegó en 1968. El “accidente” se produjo el 4 de agosto de 1976 a la altura del paraje Punta de los Llanos, en la ruta 38 que une Chamical con La Rioja. La camioneta Fiat multicarga era conducida por Angelelli. Lo acompañaba el sacerdote Arturo Pinto. Se sabe que la camioneta perdió el control.

El único testigo, el sacerdote Pinto, asegura que los seguía un Peugeot 404 y que en cierto momento los encerró. Es lo único que recuerda. Después dice que sintió una explosión, como que se reventaba una goma y nada más. A Angelelli lo encontraron muerto a veinte metros de donde estaba la camioneta. La causa de la muerte se le atribuyó a un golpe en la cabeza. Los testigos que vieron el cuerpo aseguran que estaba extendido con los brazos abiertos. La posición era sospechosa. No era la posición de alguien que muere despedido por el vuelco del auto. El golpe en el cráneo, ¿se lo dio contra el pavimento? Es una posibilidad; la otra, es que fue rematado por sus verdugos.

Más no se pudo indagar porque los militares lo impidieron. Curiosamente, los uniformados llegaron antes que la ambulancia. El general Osvaldo Pérez Battaglia, interventor militar de la provincia y enemigo jurado del obispo, ordenó que los diarios publicaran que fue un accidente “por reventón de la goma trasera”. Todas las demás pruebas se borraron. También desaparecieron los documentos y carpetas que llevaba el obispo.

La teoría del accidente no le pareció descabellada a mucha gente de buena fe. Se suponía que si los militares hubieran querido matarlo lo habrían hecho de una manera más eficaz que simulando un accidente en la ruta. Que Pinto haya sobrevivido fortalece esa teoría. ¿Qué asesinos dejan vivo a un testigo? De todos modos, lo que enseguida llamó la atención de los observadores fue que las gomas de la camioneta estaban intactas. Nadie pierde el control en una ruta desierta y recta. Mucho menos manejando una camioneta que, según se pudo apreciar, estaba en excelente estado. La explosión que oyó Pintos, ¿fue de las gomas o de un disparo contra el parabrisas?. La pregunta nunca fue respondida.

Accidente o no, lo seguro es que para esa fecha había mucha gente, y sobre todo gente muy poderosa, que estaba interesada en liquidar al “obispo rojo” como lo calificaran lo voceros riojanos de Tradición, Familia y Propiedad (TFP). Angelelli había viajado a Chamical en esos días para recabar informaciones acerca de la muerte de los sacerdotes Carlos Murías y Gabriel Longueville. En efecto, el 17 de julio de 1976, un comando de hombres armados había secuestrado a los dos sacerdotes. Sus cuerpos aparecieron sin vida, con los ojos vendados y señales de haber sido torturados.

Angelelli intentó publicar un comunicado condenando las muertes, pero el comando del ejército prohibió su divulgación. En su lugar salió una declaración de Pérez Battaglia en la que prometía erradicar de La Rioja a los delincuentes subversivos e ideológicos. Toda una declaración de principios escrita sobre los cuerpos aún tibios de los sacerdotes asesinados.

No era la primera vez que Angelelli recibía amenazas de los militares. Mucho menos ignoraba los riesgos que corría. Cuando se enteró de la muerte de Murías y Longueville le dijo a uno de sus colaboradores: “El próximo soy yo”. Sabía de lo que estaba hablando. Un mes antes, el obispo Bonamín había estado en la base aérea de Chamical y prometió que los pecados se redimirían con sangre. No prometía en vano. El jefe de la Base Aérea lo dijo sin eufemismos. “Angelelli se va por las buenas o por las malas Y si no es por las malas será por lo peor”. Fue por lo peor.

En esos meses trágicos, en dos o tres ocasiones el obispo había tenido que suspender sus homilías por intervenciones de militares que lo insultaban o amenazaban. Si embargo, el episodio más escandaloso, el que puso en evidencia la dureza del enfrentamiento de la Iglesia de La Rioja con los poderes dominantes, había ocurrido el 13 de junio de 1973 en la muy menemista localidad de Anillaco. Allí se produjo una asonada dirigida por Amado Menem, sus dos hijos y la señora Zulema Yoma contra el obispo y sus colaboradores. La pueblada, que incluyó insultos y piedrazos contra la comitiva del obispo, se hizo en defensa del cura Virgilio Ferreyra, pero en realidad lo que el señor Amado Menem y sus secuaces defendían eran los privilegios del latifundio que controlaba el sesenta por ciento de la provisión de agua y asfixiaba a los pequeños propietarios organizados en cooperativas y protegidos por la Iglesia.

La asonada tuvo el auspicio ideológico de los Soldados del Cristo Rey y TFP. Entre los sacerdotes insultados por los terratenientes estaba Jorge Bergoglio. En aquel tiempo, el gobernador de la provincia era Carlos Menem. Nobleza obliga, hay que admitir que se puso del lado del obispo. Por lo menos de la boca para afuera. Su decisión es muy probable que le haya costado perder la libertad el 24 de marzo de 1976.

Después de la pueblada, Angelelli tuvo la oportunidad de excomulgar a quienes lo habían agredido. No lo hizo. Los declaró “incursos en entredicho personal”, motivo por el cual no podían asistir a ceremonias religiosas ni recibir sacramentos. Honestamente, no creo que Amado Menem haya perdido el sueño por esa sanción.

El jesuita Pedro Arrupe y monseñor Vicente Zazpe se hicieron presentes en esos días en La Rioja para informarse de lo sucedido. Los datos recabados deben haber sido muy claros porque Zazpe concelebró misa con Angelelli y proclamó que la diócesis riojana era una leal y honrada servidora de los pobres, como habían pedido el Concilio y Medellín. Mientras tanto los hechos se precipitaban. En noviembre de 1975 el general Pérez Battaglia asumió como jefe del Batallón de Ingenieros en Construcciones 141. En febrero de 1976, su más inmediato colaborador declaró que Angelelli era comunista, como lo habían sido Juan XXIII y Pablo VI. Conviene prestar atención a esas declaraciones porque ponen en evidencia la ideología de estos servidores de la patria. Juan XXIII y Pablo VI comunistas. El 24 de marzo de 1976, Pérez Battaglia fue designado por Videla gobernador de La Rioja.

Como se podrá apreciar, la muerte de Angelelli estuvo lejos de ser un producto de la casualidad. Accidente o crimen su suerte estaba echada. Cuando trascendió la noticia de su muerte el diario L’Osservatore Romano tituló la noticia con esta sugestiva frase: “Extraño accidente”. Curiosamente, quienes consumieron la teoría del accidente con más entusiasmo fueron los obispos conservadores. No todos, pero sí la mayoría. Y los más encumbrados. Algo parecido ocurrió con los jueces. Hubo quienes avalaron la teoría del accidente y se lavaron las manos. Por su parte, el juez Alberto Morales lo calificó como “crimen fríamente premeditado y esperado por las víctimas”.

Un año después de la muerte de Angelelli, el obispo de San Nicolás, Carlos Ponce de León, se mató en otro accidente en la ruta. El teniente coronel Saint Amant, subordinado de Pérez Battaglia, fue imputado por esa muerte. Angelelli y Ponce de León. Dos obispos críticos de la dictadura militar muertos en la ruta. O los obispos no sabían manejar, o transitar por las rutas en tiempos de la dictadura militar no era un ejercicio saludable para sacerdotes honrados.