La vuelta al mundo

El Muro de Berlín

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Obreros de Alemania del Este levantan el muro bajo la atenta mirada de policías armados. La fotografía fue tomada el 18 de Agosto de 1961. Foto: DPA

Rogelio Alaniz

El comunismo no fue derrotado cuando se cayó el muro sino cuando lo levantaron. La derrota no ocurrió, como se cree habitualmente, el 9 de noviembre de 1989, sino el 13 de agosto de 1961. En efecto, el día en que los jefes comunistas admitieron que tenían que levantar un muro para impedir que la gente se escapara de sus supuestos “paraísos populares”, fue el momento en que de manera conciente o inconciente supieron que estaban derrotados.

Según las cifras disponibles, desde 1947 a 1961 tres millones de alemanes abandonaron el régimen comunista; en las dos primeras semanas de agosto de ese año se sabe que alrededor de 47.000 alemanes optaron por el capitalismo o renegaron del comunismo. La competencia o puja entre los dos sistemas se expresaba en un escenario territorial acotado.

Finalizada la guerra, los campos de batalla de los que luego se conocería como la “guerra fría” estuvieron definidos al otro día. La beligerancia se expresó en todos los niveles. El comunismo optaba por el pacto de Varsovia, los capitalistas por la OTAN; unos se integraban al COMECON, los otros a la incipiente Comunidad Económica Europea; unos defendían la propiedad privada, los otros decían defender la propiedad colectiva de los medios de producción; unos ponderaban los beneficios de la dictadura del proletariado, los otros las ventajas de la democracia republicana. Las diferencias eran tajantes, absolutas. No había margen de negociación o acuerdo. Hitler era una pesadilla del pasado, el presente se constituía para zanjar la disputa entre dos sistemas de vida. Por lo menos eso era lo que se creía sinceramente desde un lado y el otro de la barricada.

De 1947 a 1961 transcurrieron catorce años signados por conflictos periódicos que anticipaban un nuevo enfrentamiento armado. La convivencia entre dos sistemas opuestos era inviable. Sobre todo en el estrecho perímetro de una ciudad. El mercado negro y el contrabando se estaban transformando en una actividad cotidiana. Los dirigentes comunistas pasaron en limpio sus cuentas y arribaron a la conclusión de que debían hacer algo o serían avasallados por el capitalismo.

La decisión fue levantar un muro. Hubo varias razones para hacerlo, pero la fundamental, la decisiva, fue que se estaba yendo la gente y, se sabe, a ningún político o jefe de estado, de derecha o de izquierda, le gusta gobernar en el vacío. Es verdad que para 1961 los comunistas estaban siendo vencidos por su rival, pero mantenían intacta su capacidad para construir consignas. El muro se levantaba para poner un límite consistente a la temida contaminación capitalista respaldada por todas las burguesías del mundo. Según este punto de vista, el imperialismo había decidido levantar en Berlín su vidriera más elegante y luminosa para engañar o seducir a los trabajadores. Esa vidriera debía apagarse o se debía impedir que los trabajadores la contemplasen y se dejasen seducir por ella.

El muro fue bautizado como “Muro de protección antifascista”. Lo novedoso no es que le hayan puesto ese nombre, lo novedoso es que algunos se lo hayan creído. El alcalde “fascista” de Berlín en aquellos años era Willy Brandt y el canciller se llamaba Konrad Adenauer. Los dos habían luchado contra los nazis y había sido víctimas de sus tropelías, pero ninguna de esas consideraciones afectaba la credibilidad a libro cerrado de los comunistas de entonces. De todos modos la historia a veces suele hacer justicia. Hasta con las consignas porque al poco tiempo el “Muro de protección antifascista”, pasó a llamarse a los pocos años “Muro de la vergüenza”.

Las excusas retóricas elaboradas por los camaradas Ulbricht y Honecker hoy son indefendibles. En realidad siempre lo fueron. Lo que estableció una diferencia entre el simulacro y la verdad, es que el 13 de agosto de 1961 el comunismo se sacó el disfraz con el que pretendía presentarse como el titular de una causa noble que ponía fin para siempre a la explotación del hombre por el hombre y dejó en evidencia su rostro crispado, su mal aliento, su expresión proterva.

Con el levantamiento del muro, la cortina de hierro denunciada por Churchill en 1946 demostró ser algo más que una metáfora. El muro llegó a tener 120 kilómetros de extensión, más de tres metros de alto, todo ello debidamente protegido por trincheras, cercos con alambres de púa y 300 torretas de vigilancia ocupadas las veinticuatro horas del día por tiradores profesionales dispuestos a probar puntería contra los “enemigos del socialismo”.

En reiteradas ocasiones se ha hablado acerca de lo que políticamente representó el Muro, pero raras veces se ha mencionado los perjuicios que esta operación política podía tener sobre la población. Las víctimas de esta decisión no fueron abstracciones o números en el aire, las víctimas fueron personas de carne y hueso que de la noche a la mañana, de un sábado a un domingo para ser más precisos, se enteraron de que su propia ciudad se partía en dos.

El operativo fue eficaz y muy bien justificado ideológicamente, pero las consecuencias sobre la sociedad, sobre la gente, fueron devastadoras desde todo punto de vista. Familias y familiares separados, obreros que trabajaban en un barrio y vivían en el otro quedaron en la calle. Y todo ocurrió de la noche a la mañana. La decisión violentó la vida cotidiana de cientos de miles de personas que a partir de ese momento debieron hacer engorrosas gestiones para visitar a sus parientes.

Los costos no sólo fueron existenciales. Entre 1961 y 1989 hubo cinco mil intentos de fuga y, por lo menos, más de ciento veinte personas fueron abatidas por las balas en el momento en que intentaban saltar el Muro. Hace diez años estuve en Berlín y visité esas tumbas, y si bien no recé una oración por los muertos porque no soy creyente, pensé intensamente en ellos, en lo insufrible que debe ser la vida en un lugar para tomar la decisión de arriesgarla en una fuga.

Como para contradecir los mitos de los comunistas que justificaban al Muro en nombre de ideales antifascistas, quienes elegían la libertad no eran millonarios, ni burgueses rapaces, sino trabajadores, intelectuales, estudiantes, gente del pueblo en definitiva. Hay que esforzar la imaginación por un instante para disponer de una idea aproximada acerca de la angustia, la soledad, la desesperación de esta pobre gente. Hay que imaginarlos llegando al Muro, ocultándose de los ojos de los guardias e imaginar el momento en que se escucha la voz de alto, los haces de luces de los faros empiezan a recorrer el paredón y enseguida se escuchan los gritos de los guardias y el tableteo de las ametralladoras.

¿Cuál era el delito? Huir de los “beneficios” del comunismo. El 17 de agosto de 1962 Peter Fechter y Helmut Kulbeik decidieron escapar. Eran jóvenes, eran valientes y no querían resignarse a vivir sometidos. Prepararon el plan en todos sus detalles, pero a último momento algo falló. Kulbeik pudo cruzar el Muro, pero Fechter fue abatido. Su agonía duró horas. Lo que correspondía era llamar a un servicio médico. No lo hicieron. Prefirieron que los periodistas tomasen fotos para ilustrar la larga agonía de Fechter, que llamar a una ambulancia. Tenían todos los recursos para hacerlo, pero no lo hicieron. Lo dejaron morir para darles una lección a los burgueses.

Mas allá de estos detalles truculentos, lo que le debe llamar la atención al historiador es que fueron miles los que estaban dispuestos a jugarse la vida para recuperar la libertad y que la única Alemania digna para vivir en aquellos infaustos años, la única Alemania verdadera en el sentido más político y humanista de la palabra, era lo que se conocía como Alemania Occidental.

Curiosamente los líderes occidentales de entonces no elevaron quejas demasiado ruidosas por la decisión comunista de levantar un muro. Si bien a los pocos días de la noticia elevó sus protestas por lo sucedido, los principales líderes de Europa y Estados Unidos no se opusieron a lo ocurrido. Este punto de vista lo expresó con su habitual realismo el presidente John Kennedy: “Una solución poco elegante pero mil veces preferida a la guerra”. En la misma línea se manifestaron sus pragmáticos colegas de Europa: el Muro era preferible a la guerra.