La vuelta al mundo

La hora final de Gadafi

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Rogelio Alaniz

Todo hace suponer que el dictador libio tiene las horas contadas. Se discute si pierde el gobierno, pierde la vida o las dos cosas, pero lo cierto es que después de cuarenta años de ejercicio absoluto del poder, la dictadura de Muammar Gadafi está llegando a su fin. En otros tiempos las caídas de las dictaduras despertaban alegría y optimismo. Hoy el futuro de Libia genera tantas inquietudes como el presente. Gadafi está empezando a ser historia, pero hay quienes aseguran que también Libia empezará a ser historia porque sin el dictador su estructura política fundada en tribus rivales no podrá sobrevivir.

Por lo pronto, no es mucho lo que se sabe acerca del Consejo Nacional de Transición (CNT), la junta que agrupa a los diversos liderazgos opositores. Se supone que el CNT está integrado por unos cuarenta miembros, de los cuales sólo se conoce a trece. Las declaraciones oficiales del CNT son tranquilizadoras para Occidente. Se habla de constituir un gobierno de transición, y convocar a elecciones en un plazo no mayor de diez meses. En ese interín se redactará una Constitución Nacional que reemplazará al célebre Libro Verde de Gadafi escrito en 1975 y presentado como la guía de la revolución, algo así como un equivalente del Libro Rojo de Mao.

La Constitución será ratificada por un referéndum y trascendió que se trata de una Constitución liberal, con derechos y garantías, división de poderes y elecciones periódicas. Las promesas suenan a música celestial para los constitucionalistas europeos, quienes seducidos por la melodía parecen haber olvidado que las mismas promesas emitieron en su momento los iraquíes, los afganos y los opositores egipcios.

Quienes conocen la política regional y la naturaleza social y económica de Libia deberían desconfiar de estas declaraciones plagadas de buenas intenciones y virtudes cívicas. En Libia, la soberanía no está ni en el Estado ni en la sociedad civil, instituciones que, dicho sea de paso, no existen o son muy débiles. La fuente de poder en este desgarrado país son las tribus y caído el dictador todo hace suponer que se abrirá un duro y prolongado período de disputas.

En ese contexto, las buenas intenciones de algunos de los dirigentes de la CNT es probable que queden reducidas a eso: buenas intenciones. En principio no deja de ser sintomático que los observadores internacionales hayan llamado la atención acerca de los ajustes de cuentas que en estos días los rebeldes practican contra la población. Sin ir más lejos, uno de los dirigentes más reconocidos de la CNT, Mustafá Abdel Jalil, ha advertido a sus seguidores sobre los riesgos de practicar justicia por mano propia. En términos parecidos se ha expresado el principal dirigente de la CNT en Europa, Mansur Saif al-Nasr, exiliado desde 1969 y el más occidental de los opositores.

Puede que las horas de Gadafi estén contadas, pero de lo que se trata es que las horas de Libia no estén contadas. Los temores de que con la caída del dictador se desatará la guerra civil son cada vez más fuertes. También son reales las aprensiones y perjuicios que provocaría el derrumbe de Libia, sobre todo a los países dependientes del petróleo.

Como se recordará, la creación de Libia fue un “invento” de las Naciones Unidas para impedir que en plena guerra fría Estados Unidos y la URSS se disputaran con modales poco elegantes ese amplio espacio de arena cuya única tradición histórica se la debían al protagonismo de Benito Mussolini. Como correspondía en estos casos, la ONU después de inventar un país, inventó un rey que respondía al nombre de Idris. Las opiniones sobre este caballero son algo controvertidas, pero en un punto todos parecen estar de acuerdo: fue un monarca más preocupado por su salud y sus placeres que por liderar una Nación recién creada.

Cuando el 1 de septiembre de 1969 un joven coronel Gadafi de apenas veintisiete años de edad, dio el golpe de Estado, Ibris estaba tomando baños termales en Estambul y se dice que cuando se enteró de la rebelión militar suspiró aliviado porque prefería el exilio a seguir viviendo en Trípoli. A partir de ese momento el poder quedó en manos de este apuesto coronel que prometía ser la versión mejorada de Nasser.

Respecto de Gadafi, es mucho lo que se puede decir a favor y en contra. Panarabista, panafricano, socialista, nacionalista, laico, religioso, aliado de la URSS, China y Fidel Castro en los años de la guerra fría y luego amigo de Silvio Berlusconi, Angela Merkel y Tony Blair. En su zigzagueante trayectoria sólo a una cosa le fue fiel: al poder, al poder identificado con su persona.

El líder tercermundista de los setenta y ochenta, fue girando hacia la derecha y en los últimos años había forjado una entrañable amistad con Silvio Berlusconi, quien en retribución a tantos afectos visitó Libia ocho veces en dos años. La amistad en este caso estaba sazonada por la gestión de muy buenos negocios, ya que entre caballeros de este linaje se hace muy difícil separar los afectos de los intereses.

El giro de Gadafi hacia la Europa burguesa incluyó también un giro de sus negocios particulares y tribales. Hoy el dictador es el quinto inversor individual de la poderosa Bolsa de Milán, controla el siete por ciento de las acciones del Club Juventus, el dos por ciento de Fiat y algo más del uno por ciento del ENI, el destacado emporio energético italiano.

No concluyen allí sus inversiones. Las carnales relaciones iniciadas con Tony Blair se han traducido en inversiones británicas en Libia y, como contrapartida, el grupo Gadafi controla el tres por ciento de las acciones de Pearson, el pool editorial, que entre otras cosas, es el dueño de uno de los diarios más influyentes de Europa: el Financial Times. Trípoli es, además, la principal accionista de Unicredit y controla el dos por ciento de las acciones de Finnamecánica, la empresa calificada como la octava vendedora de armas y equipos aeroespaciales del mundo.

¿Se entienden ahora los compromisos de Occidente con Gadafi? ¿Se entiende también que estos compromisos son importantes como aventura personal, pero no son decisivos, por lo cual en una situación límite sus flamantes amigos le pueden soltar la mano sin demasiados complejos? Si esto es así, se impone entender de una buena vez que todas las relaciones económicas y políticas entre los Estados están atravesadas por intereses. Pensar lo contrario es ingenuidad, ignorancia o deliberada mala fe. Nadie va a la guerra, invierte en armas o moviliza recursos en nombre de ideales espirituales. Por lo tanto, carecen de validez esos razonamientos lanzados con la certeza de quienes creen descubrir la pólvora: hay intereses de por medio. ¡Por supuesto que los hay! ¡Siempre los hay! ¡No podría no haberlos! ¿Acaso se puede arribar a otra conclusión con un país como Libia que exporta un millón y medio de barriles diarios de petróleo?

También son falaces las consignas de quienes acusan a Europa o a Estados Unidos de haber sido cómplices de Gadafi. Las relaciones entre los Estados son más complejas que esa suerte de imputación moral, imputación que no deja de ser curiosa porque proviene, en la mayoría de los casos, de los mismos que cuando Europa o Estados Unidos pretendían intervenir en Libia contra un dictador que se jactaba de exportar el terrorismo a todo el mundo, ellos reivindicaban en su defensa el principio de autodeterminación de los pueblos.

Conclusión: ayer EE.UU. y Europa eran responsables por interferir; hoy son responsables por complicidad. En todos los casos pareciera que quien queda liberado de culpa es Gadafi, considerado por las diversas facciones de la izquierda y el nacionalismo popular como un líder tercermundista, un camarada de ruta de las grandes causas contra el imperialismo y, en algún momento, un jefe revolucionario digno de ser imitado.

No olvidar al respecto que hasta hace pocas semanas Chávez lo ponía por los cielos y llegó a decir que “lo que es Bolívar para nosotros, es Gadafi para el pueblo Libio”. Pobre Bolívar. Algo más discreta, pero no menos solidaria, fue la señora presidente de la Argentina en su visita a Trípoli en noviembre del 2008, ocasión en la que no vaciló en calificarlo como un militante de la causa popular y un “compañero con el cual luchamos por sociedades más justas e igualitarias”, opiniones no muy diferentes a las pronunciadas por López Rega en 1974, Mario Firmenich en 1977 y Carlos Menem en 1986.

Hoy no sabemos si Gadafi se va a entregar, si va huir, si va a caer en combate o si se va a suicidar. Todas estas posibilidades están abiertas, pero lo que se sabe con relativa seguridad es que el régimen ha llegado a su fin y que lo que viene en su lugar es por ahora un absoluto misterio.