La resurrección y la vida

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La Resurrección es el núcleo substancial de la fe cristiana; no creemos en la Resurrección porque somos cristianos, sino que somos cristianos porque Cristo resucitó. En la ilustración “La Transfiguración”, de Rafael.

Pbro. Hilmar Zanello

El tema de la inmortalidad, o su equivalente, la inquietud por la vida después de esta vida, no parece preocupar mucho a las expectativas del hombre de esta posmodernidad. Sin embargo nadie puede negar que este tema estuvo presente históricamente en las distintas culturas de todos los tiempos, tal como describimos en notas anteriores.

El hombre primitivo lo expresaba a través de mitos y leyendas, los filósofos griegos -como el mismo Platón- hablaban de la inmortalidad del alma, y algunos de los filósofos actuales lo conciben como el deseo humano de prolongar la vida presente, pero sin ninguna objetividad sino como una proyección de sí mismo, afirmando como Camus o Sartre que “creer en otra vida sería una infidelidad a la tierra presente”.

Algunos también acuden a la creencia de la reencarnación, al espiritismo, al ocultísmo, a lo esotérico, para divagar sobre el ms allá.

Ciertamente, hoy el hombre está invadido y acuciado por las preocupaciones de la vida presente, y no tanto por la vida del más allá, porque las angustias del más acá desplazan toda angustia del más allá.

Sin embargo, tal como expresaba el filósofo Xavier Zubiri en un curso sobre Dios y el hombre actual: “a pesar de las apariencias, nuestra época vive más dramáticamente que muchas otras del pasado el problema de Dios”.

En este curso hablaba Zubiri del problema de Dios a través de la historia y terminaba con la cuestión del ateismo actual, constatando que ahora se piensa que la vida tiene su pleno sentido sin una necesidad de apelar a Dios, que no hace falta Dios para vivir, y todo esto implica marginar el problema de Dios.

Pero al terminar este curso dejaba bien asentado Zubiri que el problema de Dios es algo que atañe a la realidad misma del hombre en cuanto tal, que atañe al hombre no sólo en una condición determinada (el hombre que sufre, que llora) sino sobre todo en cuanto ser humano.

Los cristianos estamos iluminados por una esperanza de vida eterna, de vida nueva, post morten, desde que Jesucristo nos vino a revelar en sus palabras: “Yo soy la resurrección y la vida... quien cree en mí no morirá jamás...

Yo he venido para que tengan vida...”. ¿Crees esto?

Por eso decimos hoy, fundamentados en estas palabras, como Pedro en circunstancias de crisis: ¿adónde iremos? Tú sólo tienes palabras de vida eterna.

En su vida histórica, Jesucristo nos ha enseñado a esperar desde la fe una vida nueva, eterna; basta tener algunas de sus palabras y parábolas para que la mente humanan venza las barreras de la noche oscura de la muerte.

Cuando leemos en San Mateo 6,19 o San Lucas 12,33 encontramos aquellas palabras reveladoras de Jesús: “No amontonen tesoros en la tierra, donde la polilla y el herrumbre la corroen y los ladrones la socavan y roban. Amontonen más bien tesoros en el cielo”.

Esto supone que el hombre llegará un día a disfrutar esos tesoros en una Vida Nueva en el cielo.

O también en el Sermón del Monte, San Mateo 7,13 o San Lucas 13,23: “Entren por la puerta estrecha, porque ancha es la puerta y espaciosa que lleva a la perdición y son muchos los que por ella entran... Porque la puerta estrecha y angosta es la senda que lleva a la vida y pocos los que dan con ella”.

Según Jesús, hay dos caminos hacia distintas metas: uno, hacia la vida, y el otro hacia la perdición o la frustración.

De mucha actualidad es aquella otra parábola del rico insensato de San Lucas 12,16 - 21: “Tienes muchos bienes almacenados para muchos años... Descansa, come, bebe, date a una buena vida. Necio, esta misma noche te pedirán el alma, vas a morir”. De esta parábola entendemos el anuncio de una vida nueva post mortem.

El anuncio que nos trae Jesús es la esperanza de nuestra propia Resurrección y el anuncio de la Resurrección de todos los hombres al final de los tiempos o inmediatamente después de la muerte.

Desde la fe cristiana más que hablar de la inmortalidad del alma, hablamos de la Resurrección de todo el hombre, con su cuerpo y con su alma.

La Resurrección es el núcleo substancial de la fe cristiana; no creemos en la Resurrección porque somos cristianos, sino que somos cristianos porque Cristo resucitó. Decía San Agustín, una cosa es creer en la Resurrección de Jesús y otra cosa es creer en Jesús resucitado; esto es el fundamento de la fe y el origen del cristianismo.

En los años 55-56, San Pablo en su carta a los cristianos de Corinto, capítulo 15,3-5, es el primero que anuncia esta buena noticia de la Resurrección de Jesús.

Jesús no se perdió en las oscuridades de la muerte, se presentó lleno de vida a sus discípulos. El Evangelio habla de “apariciones” de Jesús resucitado. El toma la iniciativa, “se hace ver”, es decir, sale de su misterio insondable para establecer una comunicación real con sus discípulos, que tienen así una experiencia de esta nueva presencia. Descubren en esta nueva presencia el poder de la Resurrección, Jesús aparece con una luminosidad imposible de describir. Es el de antes, aquél que habían compartido la vida durante tres años, pero ya no es el mismo.

Esta será la buena noticia que se anuncia al hombre, como el comienzo de una esperanza definitiva que cambia toda la óptica del vivir y del futuro del hombre. Todo, y sobre todo la muerte, tiene ahora una dimensión nueva.

Los discípulos impactados por la Resurrección de Jesús sintieron la imperiosa necesidad de anunciar esta buena noticia al mundo entero; estaban inflamados por el entusiasmo a comunicar esta realidad, verdadero regalo de Dios, comenzando a actualizar las enseñanzas de Su Maestro.

Así nació este movimiento llamado Cristianismo, cuya fuerza pronto se extendió por todo ese imperio que durante trescientos años se ensañó en reprimir por medio de persecuciones que llevaron a cien mil cristianos a dar testimonio con su “martirio”.

Difícilmente podemos comprender desde nuestra cultura aquella explosión de vida y esperanza que experimentaron aquellos primeros discípulos que en el Siglo I irrumpieron por el mundo antiguo como seguidores del Jesús Resucitado, llevando un sentido nuevo de la vida y una mirada llena de esperanza sobre el futuro de cada uno.

Cuenta la historia que San Francisco Solano, predicando en nuestras tierras sobre la “vida eterna y el cielo” a los indígenas, obtenía como respuesta de ellos una danza, un baile de alegría ante esta propuesta de felicidad en la vida futura del Resucitado.

Así se cumplieron aquellas palabras del mismo Jesús: “Yo he venido para que tengan vida”.