Editorial

El “fin de época” del capitalismo

Políticos, jefes de Estado e intelectuales coinciden en postular que el capitalismo está atravesando por una de las crisis más serias de su historia. Se ha llegado a decir que estamos ante un tiempo histórico que podría denominarse “fin de época”. Ese “fin de época”, alude al agotamiento de un modo de acumulación y distribución de la riqueza que en los países desarrollados logró su mejor expresión luego del fin de la Segunda Guerra Mundial.

Si al respecto más de un economista asegura que los “gloriosos treinta años” concluyeron en 1975, hoy se asegura que sin subestimar el impacto que en la economía tuvieron las turbulencias económicas y financieras de aquellos años, los problemas serios, los que obligarán a políticos, empresarios y contribuyentes a poner las barbas en remojo, se inician ahora.

A la crisis la presienten con particular sensibilidad los “indignados” en Europa, quienes observan que el futuro es cada vez más incierto. Pero también sienten el impacto de la crisis las clases propietarias que ven reducidos sus márgenes de ganancia, mientras que los Estados nacionales están con más dificultades para subsidiarlas, ya sea porque su endeudamiento es altísimo o porque los Estados están al borde de la quiebra o la cesación de pagos.

A los problemas empresariales se le suman inevitablemente los problemas en el mundo del trabajo. Los índices de desempleo son cada vez más altos. Lo aconsejable en otros tiempos fue la creación de empleo público, pero atendiendo a los niveles de endeudamiento de los Estados esta alternativa está a punto de agotar sus posibilidades. Por el contrario, lo que se reclama es reducir el gasto público y achicar el empleo, decisiones muy lógicas y muy razonables, pero que afectan la estabilidad laboral y la calidad de vida de cientos de miles de trabajadores que no tienen otra alternativa que salir a la calle reclamando mejores salarios. Las crisis que en estos momentos atraviesan países como Grecia, España, Italia, Irlanda o Francia, deben inscribirse en estos contextos.

Como es de prever, los ajustes son rechazados, por lo que la única alternativa viable es incrementar la productividad. Al respecto hay que decir que para que ello ocurra es necesario invertir intensamente en ciertos segmentos de punta de la economía y disponer de una mejor calificación de recursos humanos, aspiración razonable, pero que de aplicarse al pie de la letra dejaría a cientos de miles de trabajadores en la calle por carecer de esa calificación.

Digamos que la gran ilusión del capitalismo de fin de siglo fue compatibilizar la productividad con la distribución de la riqueza. Es lo que en su momento lograron los “Estados de bienestar” y es a lo que aspiran las actuales sociedades de bienestar sin posibilidades ciertas de lograrlo. Habría que señalar, por último, que las diferencias entre ricos y pobres no sólo corren el riesgo de profundizarse, sino que pueden llegar a hacerse extensivas a las naciones, creándose un escenario cada vez más polarizado de países prósperos y países pobres o, en algunos casos, inviables.