Malabarismos de un novelista

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Umberto Eco y Ernesto Sábato en Bologna, en 1998.

Foto: Archivo El Litoral

Por Nilda Somer

 

“Confesiones de un joven novelista”, de Umberto Eco. Traducción de Guillem Sans Mora. Lumen (Buenos Aires, 2011).

La diferencia entre Eco y muchos de los semiólogos y teóricos literarios de la época signada por el estructuralismo y posestructuralismo estriba en su capacidad de sujetarse siempre al sentido común, de apuntar a la realidad inmediata, de esforzarse por ser comprensible. No es casual que esas cualidades (que pertenecen al orden de la retórica, de la estilística y de las elecciones en las pautas de la comunicación) lo hayan conducido finalmente a la escritura de novelas, es decir a la escritura “creativa”, que es uno de los primeros tópicos que Eco se ocupa de definir en las primeras páginas de estas deliciosas Confesiones de un joven novelista (a punto de cumplir ochenta años, Eco se disculpa llamarse joven novelista debido a su iniciación tardía en la narrativa).

La diferencia entre una literatura “creativa” y una científica radica en que un autor científico siempre puede replicar ante determinada interpretación y demostrar que no se ha entendido su texto. “Pero si un crítico ofrece una interpretación marxista de En busca del tiempo perdido, diciendo que en el cénit de la crisis de la burguesía decadente, la entrega total al reino de la memoria aisló necesariamente al artista de la sociedad, Proust seguramente estaría descontento con esa interpretación, pero tendría dificultades para refutarla”.

Habla de su uso de “dos técnicas típicamente posmodernas. Una es la ironía intertextual: citas directas de otros textos famosos, o referencias más o menos transparentes a los mismos. La segunda es la metanarrativa: reflexiones que el texto hace sobre su propia naturaleza cuando el autor habla directamente al lector”.

Escribe sobre el texto como artilugio concebido para provocar interpretaciones (siguiendo la líneas de su Los límites de la interpretación); sobre los sistemas y procesos; el lector modelo y el lector empírico; ontología versus semiótica; la función epistemológica de las afirmaciones ficticias y los personajes de ficción como objetos semióticos.

Una suerte de apéndice se detiene a enumerar la afición personal de Eco por las listas, una afición no tan singular, si consideramos por lo menos dos autores que hicieron de las listas motivo principal de sus estilos: Whitman y nuestro Borges.

Y finalmente está el humor de Eco, esa otra característica que lo destaca años luz de sus sesudos congéneres. Cuenta por ejemplo que cuando le preguntan cómo escribió sus novelas, suele responder: “De izquierda a derecha”, y agrega: “Creo que no es una respuesta satisfactoria, y que puede provocar cierto estupor en los países árabes y en Israel”.

A propósito de La isla del día de antes cuenta que quiso que su héroe estuviera en París el día de la muerte de Richelieu, aunque no asistiera al hecho. “No pensé en su posible función. Simplemente, quise describir a Richelieu a punto de morir. Fue puro sadismo”.