La risa ladina

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Thomas Pynchon tiene lectores devotos, todos (aunque sean pocos) exclusivos. Por eso, a la reseña de Fabricio Welschen sobre la última novela de Pynchon, publicada en estas páginas el 24 de septiembre ppdo., sumamos ahora la del escritor neuquino Humberto Bas.

 

Por Humberto Bas

“Vicio propio”, de Thomas Pynchon. Tusquets, Buenos Aires, 2011.

¿Ha intentado desentrañar (habría que decir desencriptar?) alguna novela de Pynchon? Si no lo ha abandonado en el camino ante la evidente frustración, habrá quedado con la sensación de que el intento es poco menos que imposible.

Y sin embargo Pynchon no es imposible. Antes bien, es fascinante. ¿Acaso para unos pocos entendidos? Quizá sí. Entendiendo por entendidos a aquellos pocos que se animen a abandonar el hábito de pensar en la novela como una opción del verano.

Pynchon excede siempre y este exceso exige una precondición en el lector, y lectora (disculpe). Exige la renuncia a ese vicio de entomólogo o de médicos forenses que intenta seccionar para controlar y clasificar la trama. Exige abandonarse a la multiplicidad resonante de historias que van manejándose en la novela, permitiendo que cada quien arme su propio ranchito pynchoniano, a condición de dejarse atravesar, por un lado, y por el otro, poner de sí toda la tensión para captar la multilateralidad de un mundo entre sensible y suprasensible.

La lectura no es descanso ni entretenimiento, ni deja de serlo. La lectura de Pynchon requiere complicidad activa, y cuanto más se pone de uno, más explota la magia de la lectura. Lectores pasivos, go home.

Uno que como uno ha pasado por varias frustraciones, que se jacta de haber leído todo Pynchon, y de haber aprendido la lección, se encuentra de repente con su última novela, Vicio Propio (Inherent Vice), y como si nada. De nuevo ese intento por “comprender”, “desentrañar”, la cabeza llena de chichones por embestir una y otra vez contra esa muralla china de la literatura. Pareciera que, paralela la lección del relájate y gozá, estuviera esa provocación al bajo vientre, el desafío a nuestra capacidad de posesión y disección.

De ahí a que la primera pregunta que se hace después de leer este último Pynchon es: ¿de qué trata el libro? Trata de... Es un policial. Como en todo policial el protagonista es un detective privado. Luego lo clásico, policías corruptos e inoperantes; el mundo del hampa (sin mal no hay conflicto), y el amor, claro.

¿Es un policial negro? Por la abundancia de psicotrópicos es más bien un policial blanco. Policial blanco ambientado en la California de Nixon, lo que en términos pynchonianos significa, ambientado en el Paraíso Cannabis.

Así visto pareciera una novela más del montón. Lo sería si no fuera por la firma ostentosa en la portada: Thomas Pynchon. El mundo de la paranoia, de la desconfianza, de las pistas falsas sembradas como miguelitos, y el de los señuelos. Hay que sospechar de la calma chicha. Jugar al acertijo. Nada es lo que es. Lo único que se repite es el modo Pynchon. Empieza a moverse la estructura y en la trama se vuelva ese locro criollo donde todo se recauchuta. Nudos, madejas, derivas de tramas y subtramas que conducen a ningún lado. Los malos son los buenos, los buenos no existen, o si existen son impresentables.

Uno se va adentrando a la historia, y todo resuena a conocido; como si Pynchon aplicara los esquemas de sus novelas anteriores a esta, novela de replicantes. Los personajes y los subtemas tienen sus correlatos en las anteriores, especialmente en Vineland (1990). El detective-héroe Doc Sportello, fumeta hippie devenido detective por casualidad y su alter ego el teniente Bigfoot Bjorsen, cuya virtud mayor es la de ser cocainómano, son reflejos de la dupla Zoyd Wheeler y Brond Vond de Vineland; Shasta, la ex novia, tanto puede ser Prairie de Vineland, la que busca a su madre y sólo la pudo conocer, irónicamente, a través de una foto de espaldas. El ricachón inmobiliario Mickey Wofman, el novio de la ex novia de Doc, es sucedáneo de Pier Inverarity de Subasta del Lote 49 (1965); lo que haría que Shasta, la ex novia, también tuviera algo de Edipa Maas, la ex novia de Pier Inverarity. Los Boards, banda zombi de rockers californianos, son la actualización de los Vomitones y los Tanatoides de Vineland. Sauncho, el abogado de Doc, especializado en derecho marítimo, y el que da el fundamento teórico del concepto de vicio propio (Inherent Vice) es un vicioso de las series televisivas, como réplica del agente Héctor Zúñiga de Vineland, aquel que se divorció acusando a su mujer de Telicidio porque ésta le rompió el tele. Hasta la vaporosa irrealidad de entidades fugitivas, como la temible goleta el Colmillo Dorado, nudo gordiano del tráfico de drogas, tiene sus correlatos en tópicos fugases e inefables como Vheisuu (V.- 1961), el Imipolex G (Arco Iris de Gravedad- 1973) y la demarcación fronteriza entre Maryland y Pennsylvania en Maxon y Dixon (1997). Los tópicos científicos también se replican como estructurantes de las novelas pynchonianas. Lo que en el Arco Iris fuera la teoría pavloviana del reflejo condicionado, acá es nada menos que el teorema de la incompletitud de Gödel, enunciado a su manera por el leguleyo Sauncho, como falla constitutiva de cualquier sistema (Es lo que no se puede evitar -dijo Sauncho-, cosas que las pólizas navales prefieren no cubrir).

Dicho todo esto, pareciera que por fin una lectura, ésta, pudo aprehender una novela de Pynchon. Sin embargo... se cierra el libro con la certeza de que la novela pasa por otro lado. ¿Acaso una remake de sí mismo? ¿Un tributo a sus héroes literarios propiciatorios, Sam Spade, Philip Marlowe, Johnny Staccato? ¿Un Pynchon que se da el gusto, y/o el lujo de escribir su propio Pynchon para Principiantes?

Es inevitable sentir la risa ladina que se carcajea de la ingenua pretensión de asirlo. Se cierra el libro y se vuelve al origen de la lectura, a mirar la tapa. Se lee Vicio Propio. ¿Y si fuera simplemente que se refiere a sus propios vicios, a ese gusto imposible de evitar de hacer lo que se le canta, como se le canta cuando se le canta?

Entonces no nos queda más que recoger el piolín y seguir participando.