Objetos amados, recuerdos añorados

La escritora santafesina Alba Yobe de Ábalo relata en un libro breves historias sobre lo que significaron para los inmigrantes aquellos objetos que trajeron entre sus pertenencias, que debían “enjugar lágrimas, sostener moral y afectivamente al portador”.

TEXTOS. MARIANA RIVERA. FOTOS. EL LITORAL.

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La añoranza de quienes dejaron su tierra natal perduró toda la vida y por eso traían algunos objetos.

¿Qué tienen en común objetos tan disímiles como un frágil frasquito de perfume y un pesado capote militar, un laúd pulsado en el siglo XIX y una cajita de música del siglo XX?. Todos ellos fueron y son objetos amados. Algunos, por sus dueños. Otros, por los descendientes de quienes fueron sus dueños, que descubrieron su valor y lo respetan.

Estas líneas del prólogo del libro de la escritora santafesina Alba Yobe de Ábalo “Objetos amados, un refugio para la añoranza” resumen la esencia de esta publicación, que incluye -según escribe Vénnera Vecchio en la contratapa- “relatos centrados en aquello que tenía valor afectivo para quienes emprendían el largo viaje transoceánico. Objetos amados que decidieron traer consigo”.

Vecchio también plantea que “el registro de personajes y las circunstancias en que optaron por determinados elementos, que habrían de atesorar con manifiesto fervor, favorece la comprensión del valor y la energía espiritual de los protagonistas. Porque si bien el proceso de adaptación fue logrado con esfuerzo y perseverancia, la añoranza habría de durar toda la vida”.

Y agrega que a la autora “le corresponde el mérito de haber registrado el impacto emocional que los objetos amados tuvieron y tienen en los inmigrantes y como éstos, de alguna manera, lograron atemperar el dolor causado por la distancia y el desarraigo”.

En este sentido, la autora del libro nos aclaró que “soy hija de inmigrante y madre de emigrados. He vivido ambas situaciones y, por este motivo, puedo tener una óptica más objetiva del problema. Nada de lo que diga, haga o escriba, puede separarse de esta realidad. La añoranza está presente hasta en nuestros sueños”.

Norma Battú (historiadora e investigadora) coincide en el prólogo en que la autora “nos retrotrae al tiempo en que, antes de dejar el suelo nativo, cada objeto debía ser contado, pesado y medido escrupulosamente. Pero no sólo con ábaco, balanza y cinta métrica. También debía ser contado, pesado y medido con el alma y el corazón. Porque en aquellos tiempos retornar a la patria no era común, ni siquiera en un viaje de reencuentro, de paseo”.

Entonces -continúa- el objeto tenía que ser precisamente eso de que nos habla el título completo que Alba Yobe escogió: “Un refugio para la añoranza”. Era mucho lo que se pretendía de los objetos escogidos. Generalmente debían cumplir una función práctica; pero además siempre, siempre, debían enjugar lágrimas, sostener moral y afectivamente al portador. Impedirle desfallecer. Ser el nexo entre los dos mundos.

EL LAÚD

A continuación, reproducimos uno de los textos incluidos en el libro: El Laúd.

“Isa debió abandonar su país, el de la Media Luna de las Tierras Fértiles, su amada Siria, cuando era muy niño aún. Había aprendido a ejecutar el Laúd, que con gran esfuerzo le compraron sus padres, sorprendidos por su talento.

Isa amaba tanto a su Laúd que cuando se enteró que debían partir a otro país, que tal vez nunca regresarían, corrió a abrazarlo. Desde ese momento ya no pudieron separarlo de él. Varios fueron los intentos y las historias que le contaban prometiéndole comprar uno mejor en el lugar donde irían, no podían convencerlo.

Isa y su Laúd se convirtieron en uno sólo e indivisible. Toda su vida lo acompañó y su esposa y sus hijos aprendieron a quererlo y cuidarlo. Los atardeceres se convertían en tardes de concierto para la familia, que silenciaban los ruidos superfluos para escucharlo. Algunos de sus vecinos hacían lo propio para disfrutar de los sonidos, encantados de las cuerdas del Laúd.

Habib, su hijo, plasmó su espíritu junto a la buena música que su padre ejecutaba. Formó su familia y por causas de su trabajo como profesional debió trasladarse a una zona de serranías. Cuando Isa, su padre, falleció Habib regresó a su casa paterna. Entre los recuerdos no encontró el preciado instrumento.

El Laúd que acompañó a su padre desde niño y a él mismo, oyendo como tañían sus cuerdas, había desaparecido. Nadie supo darle explicación alguna. Los que lo sobrevivían, transidos en su dolor, no permitían interrogatorios, aunque se tratase del Laúd.

El tiempo transcurrió. Habib había tomado por costumbre entrar en cuánta casa de antigüedades y/o de compra-venta encontraba. ¿A qué se debía esta costumbre? La respuesta la tuvo el día que se enfrentó a un viejo Laúd cubierto de polvo, como escondido en un oscuro rincón que parecía esperarlo. Sin escuchar al vendedor que lo saludaba enfiló hacia el viejo mueble sobre el que estaba apoyado. Tomó el polvoriento instrumento entre sus manos con reverente actitud y le pareció sentirlo vibrar; sus oídos creyeron sentir la música de su niñez. Por breves instantes se sintió transportado a otro lugar y a otro tiempo.

El vendedor se acercó. El saludo lo sacó momentáneamente de su éxtasis. Preguntó el precio, su procedencia, cómo había llegado hasta ellos. Sólo le supo decir que alguien lo habían dejado pero que nunca regresó a preguntar por él. ¿Sería el de su padre? Él sentía que sí.

El vendedor tuvo que insistir para sacarle el polvo antes de envolverlo. Habib ya no se separaría nunca de ese Laúd. Ocupó en su casa, un lugar preferencial. Recordaba como lo apoyaba su padre, sobre qué mueble lo tenía e imitó sus recuerdos.

En los atardeceres que su trabajo le dejaba libre, se sentaba frente a él para escuchar su música. Cuando su esposa o sus hijos lo veían en esta actitud, silenciaban los ruidos. Lo curioso del caso es que el pobre Laúd nunca podría dejar oír su música, ya que partes esenciales habían sufrido serias averías. Habib tenía aún en sus oídos los armoniosos sonidos tantos años escuchados. Como las caracolas, que misteriosamente guardan en su interior, el sonido de las olas del mar, así guardaba Habib, en sus oídos, las melodías interpretadas por su padre en el Laúd”.

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Un instrumento musical, una cajita de música u otro objeto tuvieron un gran valor para nuestros inmigrantes.

Amar a la distancia por Alba Yobe de Ábalo

Otra vez la mujer debe encontrar fuerzas quien sabe en qué lugar de su espíritu, para paliar situaciones. Esta vez le ha tocado vivir un desprendimiento muy fuerte, un desgarro emocional, una incertidumbre por períodos muy prolongados.

Es que se ha dispersado su grupo familiar, han partido miembros de su familia hacia otros lugares, hacia otros países, hacia otras culturas, en la búsqueda de un destino mejor, acorde a las necesidades, a las carencias de su entorno familiar.

En algunos hogares han partido los padres, en otros, los hijos varones, en otros las mujeres; todos se han ido con la secreta esperanza del regreso, alentados tal vez por conseguir una condición de vida más digna. Han partido muchos jóvenes con estudios universitarios. Dejaron tras de sí, su familia grande y su familia chica, sus afectos.

Desde el otro lado del océano, las mujeres vemos crecer nuestra descendencia a través de una cámara filmadora. Una llamada brevísima o un mensaje de texto nos invita a conectarnos a Internet diciendo: “Mamá quiero que veas como baño al bebé” y allí, estáticas, lo miramos todo sorbiendo a través de las pupilas la imagen de ese pequeñito que juega entusiasmado con el agua o bien que se enoja porque lo sacan de la bañera.

Otra vez el mensaje es:” Ha comenzado a gatear”. Y ese avance sobre sus rodillitas tiernas nos estremece y miramos hacia adelante en la filmación temerosos de que trabe el andar algún objeto que ponga en riesgo la integridad del bebé, como si tuviéramos oportunidad de quitarlo a través de la pantalla.

Se suceden los días, los meses, los años. Vivir las fiestas de la escuela maternal es algo prodigioso. Verlo en acción compartiendo con compañeritos, firme sobre sus piernas. Observar el despertar de la mañana de su cumpleaños cuando su papá instalado estratégicamente en el dormitorio, con la filmadora, toma la entrada de la mamá que llega con una manzana roja en la que ha plantado una gran vela, se acerca al pequeño e intenta despertarlo para que sople la velita. Restregándose los ojitos, intenta introducirse de nuevo bajo las sábanas. Y cantamos los cuatro juntos, papá y mamá a su lado y abuelos frente a la pantalla a través del océano “Feliz, feliz en tu día, Alejandro que Dios te bendiga, que reine la paz en tu día y que cumplas muchos más”.

Vaya que hay que ser valiente. Hay que enjugar rápidamente las lágrimas, aplaudir y reír fuerte para ahuyentar la nostalgia. Respirar hondo, sonreír contentas y conformes porque nuestros hijos están construyendo su destino, con un buen pasar, donde nada material falta pero donde las ausencias se sienten porque dejan vacíos imposibles de llenar, con suerte hasta el próximo año en que arriben pisando suelo natal, apoyando fuerte las plantas de los pies, como posesionándose nuevamente de este amado suelo argentino, mientras repiten suavemente “¡¡Estamos en casa, otra vez estamos en casa!!”.

Y qué distinta situación la vivida por nuestros padres inmigrantes, familias trasplantadas, personas trasplantadas. Ellos no contaban con este increíble avance tecnológico. Pero sobrevivieron, imaginaron, amaron a la distancia. Y esto somos, parte de esa añoranza que hemos heredado transformada en sensibilidad. Sensibilidad que sacude la humanidad, en todos los países y todas las etnias.