Los dilemas del siglo XXI (V)

Señales de cambio social en un mundo inestable

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Alexis de Tocqueville.

 

Rogelio Alaniz

Reconocer los méritos históricos del Estado de bienestar no significa elevar oraciones al cielo para que retornen los viejos tiempos. El Estado de bienestar organizado en la posguerra fue el producto de singulares condiciones históricas que en principio son irrepetibles. El mundo no va a retornar a los “gloriosos treinta años”, como tampoco regresará a los tiempos en que el Estado mínimo y el mercado regulaban la vida social.

Por otra parte, la historia se ha encargado de refutar la pesadilla del fascismo y la tragedia del comunismo. No está escrito que no retorne; pero de hacerlo, lo hará en otro contexto que poco y nada tendrá que ver con los delirios de Hitler y Mussolini. Con respecto al comunismo, lo mas ingenioso y piadoso que se puede decir es lo que escribió Alan Michnik: “Lo peor del comunismo es lo que viene después”. Basta mirar lo que ha ocurrido en la URSS, China o Vietnam para verificar la sabiduría irónica de Michnik. “Lo peor del comunismo es lo que viene después”. Lo que no significa desconocer que lo que existió antes no haya sido horrible y, sobre todo, sanguinario e inútil.

El mundo ha cambiado y las soluciones existentes en el siglo XX no dan respuesta al siglo XXI. La utopía de la revolución social no satisface, no convence ni atrae, salvo a minorías de lunáticos que comparten sus alienaciones con las sectas religiosas. Pero también la socialdemocracia está en crisis y, en el más suave de los casos, a la defensiva. La globalización y la desregulación de los mercados ha roto el pacto social entre acumulación y distribución. La globalización ha colocado fuera del control del Estado nacional la riqueza y las innovaciones científicas y tecnológicas. En ese contexto, el pacto socialdemócrata se ha roto y el precio a pagar ha sido el desempleo.

El derrumbe del comunismo impuso en un primer plano al ideario liberal clásico. Se creyó y se teorizó acerca del retorno al paraíso de los mercados libres. Los hechos se encargaron de desmentir en muy pocos años esa ilusión. Hoy el neoliberalismo es el relato promovido por un interés clasista que somete la moral, la política y la propia economía al interés pecuniario.

Dos máximas parecen responder a la utopía liberal: si los ricos se hacen más ricos todos nos vamos a beneficiar; y, los pobres lo son no porque haya un orden injusto y opresivo, sino porque han perdido iniciativa individual, son vagos, perezosos, ignorantes, en definitiva, responsables de su propia pobreza. Todos estos argumentos y prejuicios fueron refutados por liberales de fines del siglo XIX. Desde Tocqueville a Stuart Mill se despliega una interesante saga de intelectuales que objetaron estos prejuicios y plantearon que era indispensable ponerse a pensar para corregir los vicios de la sociedad.

En el siglo XX, intelectuales y políticos preocupados por mirar más allá de sus propias narices o del interés estricto de sus bolsillos, pensaron y trabajaron con ahínco para construir sociedades más justas, más equilibradas, sociedades donde el progreso se compatibilizará con la justicia. Fue entonces que la política adquirió primacía, la política como preocupación por los asuntos públicos.

Recordemos que también en aquellos años se sostenía que la política era sucia, innoble, corrupta. Sin embargo en aquellos años hubo hombres como Churchill, Clemenceau, Blum. Brandt, Roosevelt, que se esforzaron por desmentir esos prejuicios. También entonces se suponía que la religión o la adhesión a alguna causa humanitaria podría desplazar a la política, hasta que se demostró que la gestión de la cosa pública reclama una mirada más general o universal que es insustituible, una mirada que se esfuerce por atender las necesidades del presente, pero que sea capaz de otear en el horizonte para hallar en esas líneas fugitivas y difusas algunas claves del futuro.

Hoy, como ayer, se sabe que el gran enemigo de las instituciones públicas, el veneno que las degrada y las hiere de muerte, es, como dijera Quevedo, el dinero, el poder corruptor y desintegrador del dinero. Decir esto no significa promover el retorno a una sociedad primitiva sin moneda. Por el contrario, el comercio y la moneda han sido elementos civilizadores de la humanidad y, en más de un caso, pacificadores, pero admitamos que la concentración desmesurada de riqueza genera problemas no sólo por la desigualdad que alienta, sino por las tentaciones que promueve.

Creo que no hace falta abundar en ejemplos para probar que así como es legítimo aspirar a un bienestar económico razonable, la fiebre del oro o la avidez por obtener riquezas, constituye el gran “pecado” de las sociedades modernas. A Bernard Shaw se le atribuye haber dicho que “las sociedades ingresaron en la era de oro cuando sus dirigentes olvidaron por un momento que el oro era lo más importante”.

Poner límites a esa riqueza y a las maniobras que se suscitan alrededor de esa riqueza, es uno de los grandes desafíos de la humanidad. Sin ir más lejos, en los tiempos de Menem se comentaba que las bolsas de Yabrán con un millón de dólares circulaban alegremente por los despachos y los bloques. Cada uno podrá a decir sobre ese comentario lo que mejor le parezca, hacer las objeciones morales más duras, pero convengamos que el sistema político que conocemos como democracia no fue pensado para resistir la tentación de un millón de dólares para votar una ley o adherir a una determinada política.

Hoy las grandes demandas democráticas apuntan a regular la financiación de los partidos políticos y reducir la actividad de los grupos de presión. Es fácil decirlo, pero no es fácil hacerlo. Las reformas al sistema político para limitar sus corruptelas no son sencillas de realizar, porque los primeros que se oponen son los políticos que se benefician con el sistema vigente. Como dijera el escritor Upton Sinclair en su momento: “Es muy difícil que un hombre entienda algo cuando su sueldo depende de que no lo entienda”.

Aunque la palabra “relato” en la Argentina se ha degradado, no se debe desconocer que las grandes renovaciones sociales se iniciaron a través de un cambio del lenguaje porque, como dirían los religiosos, “primero fue la palabra”. Las grandes transformaciones fueron precedidas por nuevas palabras que les han dado renovados significados a las viejas consignas morales y políticas.

La Ilustración y el Iluminismo se iniciaron renovando el lenguaje, creando palabras para nuevos contenidos. La vigencia de Marx y el marxismo en el siglo veinte atravesó también por un proceso parecido. Los millones de obreros que se identificaron con el marxismo no lo hicieron por las lecturas sesudas de El Capital, sino porque allí se constituyó un relato que le dio sentido histórico a sus demandas por una vida mejor. Hoy, un nuevo relato no puede aspirar a reproducir lo viejo, incluido el marxismo. Tampoco creo que la religión sea el sustituto de este vacío, más allá de la importancia que pueda tener una visión trascendente del mundo.

El “relato” entendido no como propaganda o justificación necia del poder, sino como esperanza verbalizada de los dominados, no es sencillo de constituir. Yo, por lo pronto, no dispongo de ese secreto. No tengo un cofre donde están encerradas las nuevas palabras. Es más, es probable que no las alcance a conocer, pero si la humanidad desea otorgarle significado a su destino, necesariamente deberá crear un nuevo vocabulario. De más está decir que la realidad siempre es algo más que una unidad de lenguaje, que existen dilemas prácticos que están más allá y más acá del lenguaje.

De todos modos, admitamos en homenaje a lo real que hoy la cuestión social ha adquirido singular relevancia. Asumir estos desafíos es una exigencia práctica, que reclama de conocimientos técnicos y capacidad de decisión, pero previo a todo ello, se impone la vigencia de un fuerte sentido moral, un sentido moral que dé cuenta de los medios, pero sobre todo de los fines, un sentido moral que recupere los antiguos valores de la decencia y la crítica, porque -bueno es recordarlo- una sociedad justa se constituye sobre fundamentos morales justos.

Insisto; es fácil decirlo y difícil hacerlo. Los grandes proyectos sociales incluyen metas contradictorias que la política debe discernir. Una sociedad merece ese nombre si existe un orden, y ese orden es también un dilema moral que intenta responder a las contradicciones planteadas entre libertad, autoridad y deber. Por el momento, basta con saber que una sociedad con millones de pobres e indigentes, no sólo es injusta, también es ineficaz.