Aprender a comer pescado

Aprender a comer pescado
 

TEXTOS. SANTIAGO DE LUCA. Ilustración. LUCAS CEJAS.

A Rafael Achkar

Había venido de la capital y era un poco ansioso y precipitado. Por su porte y su seguridad bromeaba y presumía con sus amigos diciendo que era un griego, un romano, un neoyorquino. Subestimaba el hecho de que la vida nos lleva a veces a lugares en los que estamos solos. Entró al restaurante de Chiquito que alguien le había aconsejado y que el taxista encontró sin problemas como algo habitual y necesario del paisaje. Ensimismado en su propio universo mental y en sus hábitos corporales, no percibía con claridad el medio próximo, demasiado próximo que lo rodeaba, que lo cercaba. Andaba como si estuviera ciego. Chiquito lo miró unos segundos desde un rincón mientras hablaba con unos amigos con la lentitud de quien conoce la red con la que pesca.

Hugo Rodrigo, como si los dos nombres pronunciados de una sola vez le dieran más seguridad, se sentó en el centro de la sala, cosa que hubieran evitado los lugareños que preferían estar más apartados del foco de la escena. Actuaba como si estuviera solo, pero desde los diferentes rincones ojos anónimos lo miraban con cierta hostilidad. Los vecinos del barrio que frecuentaban el restaurante de Chiquito se ejercitaban en radiografiar, diagnosticar y prescribir sobre el alma de los desconocidos imprudentes o altaneros. En su caso, la primera impresión no había sido buena. El Gordo, de la barra de Kiko, hizo un comentario negativo mientras tomaba cerveza con una pajita que permitía que circulara el líquido y el aire. Ajeno a este mundo que sus ojos todavía cerrados para otras realidades no percibían, Hugo Rodrigo dejó su saco en la silla, se acomodó el cuello y los puños de la camisa blanca y llamó al mozo, como quien ordena, con un chasquido del dedo pulgar. Sus oídos tampoco oían todavía, si no, hubiera podido identificar un murmullo reprobador. El mozo no respondió enseguida porque acá a nadie le gusta que le den órdenes. Le hizo esperar veintiséis minutos que el impaciente reloj de Hugo Rodrigo registró con precisión y obsesión. Recién entonces se acercó el mozo para interrogar, para evaluar, al forastero.

- ¿Qué lo trae por acá? ¿Qué desea el señor?

Antes de que respondiese, una voz sin cara intervino en la conversación desde algún lugar de la sala: “Cuidado con las espinas”. Sus sentidos comenzaban con dureza y esfuerzo (aunque todavía de manera imperfecta) a mapear dónde estaba y algo oyó pero no le importó.

- Me trae el centralismo del país o la fiaca de los que trabajan conmigo. Pero si no venía, acá no hay repuestos para los espejos de los autos.

- ¿El señor es vendedor?

- Distribuidor, digamos distribuidor.

- Distribuidor.

- Veo que acá tienen sentido del humor. Pero seamos breves y vayamos al grano.

- Vaya nomás, ya que está decidido a probar los pescados de nuestro generoso río.

- Tráigame un dorado y una botella de vino. Una botella de tres cuartos de algún vino bueno.

- ¿Le puedo aconsejar una cerveza?

- Le agradezco su curiosidad, pero no. Soy un hombre de vino y de café.

- Cada uno va con sus culpas.

- ¿Perdone? ¿No le parece que está yendo más allá del alcance de las funciones de su empleo?

- ¿Empleo? Cómo se habla hoy en día. Disculpe y olvide todo este chamullo mío. Ahora vengo con su doradito. Créame que va a tener que utilizar sus dedos.

Cuando terminó de hablar, el mozo cruzó una mirada cómplice con la mesa de Kiko y sus amigos que frecuentaban el restaurante casi todas las noches: Kiko, el Gordo y los hermanos Pipi y Pupi. Hugo Rodrigo sacó un libro y se puso a leer, insistiendo en ignorar a su entorno. Entonces fue cuando Kiko, que estaba oculto en las márgenes del restaurante, decidió entrevistarlo para ayudarlo a abrir los ojos. Se levantó de su silla con ademanes tranquilizadores hacia sus amigos que lo querían contener y se acercó a la mesa. Hugo Rodrigo, que no lo vio venir, se asustó cuando en su oreja sintió el roce de unos labios que le murmuraban con un tono grave, hostil, denso, pero de furia contenida:

- Amigo, acá se adivinan las cosas antes de que pasen -y con el dedo le tocó la garganta haciendo un círculo imaginario-. Yo se lo digo por su bien, porque usted no se está portando de manera educada. Kiko, a su servicio.

- No entiendo lo que usted dice- respondió Hugo Rodrigo sumando al susto el asombro.

- Yo no dije nada, amigo -dijo con distancia Kiko, que le guiñaba un ojo y lo palmeaba antes de irse-. Kiko volvió a la mesa a sentarse con sus amigos que ahora comenzaban a tener existencia para Hugo Rodrigo a quien no dejaban de observar. Kiko, el Gordo, Pipi y Pupi habían logrado su objetivo. Hugo Rodrigo había dejado de leer y de ser indiferente y ahora paseaba con temor e inquietud su vista y su atención por las paredes del restaurante que lo recibía. Entonces dimensionó la cantidad enorme de fotos que historiaban encuentros de amigos y de personajes ilustres en el restaurante con Chiquito. El mosaico fotográfico era variado y abundante. Pudo reconocer a algunos de los personajes. Miró a Chiquito que seguía con sus amigos hablando tranquilamente y que de verlo en las fotos había deducido que era el propietario del restaurante. Inmóvil en su silla, continuaba recorriendo con su mirada las fotos y cada vez que reconocía a Chiquito se imaginaba a qué época de su vida correspondía la imagen. De repente y de una manera extraña, sintió que las fotos lo miraban. Toda una multitud rodeándolo. Pensó que estaba cansado. Entonces uno de los hermanos de la mesa de Kiko lo provocó:

- Las fotos son mejores que los espejitos que vos vendés para ver las caripelas.

Hugo Rodrigo, que estaba perdiendo la seguridad y el porte con los que se movía por el mundo, no quiso responder porque era consciente de que sus gestos y palabras eran analizados y comentados todo el tiempo. Pero no podía evitar pensar. Forzosamente habían escuchado la conversación con el mozo para poder decir “los espejitos que vos vendés”. Para escapar de esa situación, decidió concentrarse en otra cosa y se acordó de que hacía tiempo que había encargado la cena. Cuando miró su reloj con impaciencia apareció el mozo que estaba pendiente de ese gesto y de un leve movimiento de cabeza de Chiquito autorizándolo a ir.

- Lo veo con un poco de hambre pero ya estamos acá para socorrerlo.

- Sí, pero ya hace unos cuantos minutos que estoy acá.

- Pero me imagino que se entretuvo viendo fotos. Acá tenemos a los mejores gladiadores de nuestra tierra viviendo en las paredes. Además, si mira con atención, va a encontrar la historia de la historia.

- ¿Cómo?

- Sí, y la historia del espectáculo y la cultura, qué le digo de la ciudad, del país y más allá.

- No me diga.

- Le digo. Pero acá le dejo su dorado y su cerveza.

- Pero yo no pedí una cerveza. Yo pedí un vino.

- Sí, no me olvido. Acá todos tenemos buena memoria. ¿Qué cree que tengo en la otra mano? Mire, ni que fuera mago. Acá tiene una botella de vino tres cuartos.

- Sí, pero yo no pedí la cerveza.

- La cerveza no la tiene que abonar. Es una gentileza de Chiquito.

Hugo Ricardo iba a decir algo, pero el mozo no se lo permitió llevándose el dedo a la boca en señal de que se callara y se fue rápido a la mesa donde estaba Chiquito. En la mesa que presidía Kiko, el Gordo tomaba cerveza con pajita y le decía algo a los otros amigos. Hugo Ricardo pudo distinguir una o dos frases sobre una apuesta “tenedor o mano”. Pensó que el Gordo le daba la impresión de un carnicero o un veterinario acostumbrado a destripar animales. Tomaba la cerveza con una pajita y se chupaba los dedos que manipulaban el pescado que comía. Como alguien que después de un tiempo de estar a oscuras puede distinguir los objetos que antes no veía, sus sentidos estaban cada vez más despiertos y afinados a la nueva realidad a medida que su seguridad disminuía. Reflexionó que si cenaba rápido, mañana entregaría temprano los repuestos de espejos de autos y a la noche estaría en la capital comentando las fotos y el sabor del pescado con los amigos. El pescado olía agradablemente. Tenía hambre. La combinación del olor y el color del dorado le hacía olvidar todas las inquietudes que había estado sufriendo en los últimos minutos como una seguidilla misteriosa de pequeños agravios. Se dispuso a cenar.

Mientras comenzaba a cenar miró por casualidad una foto pequeña que le llamaba la atención por algo que todavía no podía descubrir. Era un boxeador, pero no de los más famosos o de los que él conocía. Parecía que estaba recostado sobre el piso y con una mano levantada en señal de victoria. ¿Victoria? Tenía un llamativo punto rojo en la garganta que podía ser una mancha del papel de la fotografía o el apretón de un dedo del rival. Tuvo la rara sensación de que lo estaban fotografiando. Para no obsesionarse con la fotografía volvió a concentrarse en el dorado. Tomó el tenedor y el cuchillo para intentar cortarlo por la mitad. Entonces ahora no fue una voz discreta que comentaba murmurando. Fue casi un grito común que venía de la mesa de Kiko:

- Caranchiá, caranchiá.

Después Pupi agregó argumento al grito:

- Así no, sin miedo, entrale nomás con los dientes.

Cuando Hugo Ricardo volvió a mirar hacia la mesa de los muchachos descubrió que estaban controlando con un reloj los minutos. ¿Estarían cronometrándolo? Tuvo por un momento la tentación de creer que estaba en un lugar para locos. Después se dijo interiormente que su comida y la manera de comer era algo que sólo le concernía a él. Se quiso apurar para irse al hotel y empezó a comer con cierta velocidad. La mesa de Kiko e incluso la de Chiquito lo miraban con precaución y resignación. Pero Hugo Ricardo decidió demostrarles a estos entrometidos que no tenían que andar curioseando en su plato y que no les iba a dar cabida en su mesa. Primero fue la sensación vaga de que algo no iba. Después un dolor agudo y finalmente la comprensión de lo que había pasado con la fuerza de los hechos que, como ciertos músculos para los no deportistas, no son flexibles. Una espina se le había atravesado en la garganta. Se esforzó por no hacer ningún gesto que evidenciara su impericia para comer el pescado y se dispuso a aguantar el dolor hasta que pasara el mal trago. Pero los muchachos de Kiko no le dieron tiempo de restablecerse porque, en lo que tenía que ver con la comida y con los pescados, se podían adelantar a los hechos. Pupi detuvo el cronómetro del reloj que circulaba por la mesa. Ahora Hugo Ricardo pudo escuchar la voz de Kiko con una claridad ensordecedora:

- Le habíamos advertido que tenía que caranchiar tranquilo.

- Pero el señor nada, dale que dale con su cuchillito y su tenedor. Y ahora mirá lo que tenemos dijo el Gordo con su aspecto de carnicero mientras seguía bebiendo con la pajita la jarra de cerveza y comenzaba a celebrar la situación que iba a requerir de sus destrezas. Hugo Ricardo ya no quiso saber cómo sabían lo que estaba pasando en el interior de su garganta ni procuró ocultar los signos de la obstrucción respiratoria que estaba sufriendo. Primero liberó sus gestos y permitió que su cara tomara los colores del esfuerzo que estaba realizando para expulsar la espina. Con toda la fuerza que pudo reunir infló los pómulos y empujó. Chiquito miraba a Kiko y a los muchachos. Ellos miraban a Hugo Ricardo y movían la cabeza negativamente como diciendo “así no lo vas a lograr”. Después intentó con una tos discreta. Pero nada.

Ahora se estaba asustando en serio. La angustia subía a la expresión de sus ojos. Sentía que se ahogaba. Comió pan y tomó vino (no se resignaba a la cerveza) de una manera atolondrada. Todo seguía igual. El Gordo con la pajita en los labios se volvía a limpiar las manos manchadas por el contacto con el pescado que comía y continuaba negando con la cabeza los esfuerzos de Hugo Ricardo. La espina estaba ahí, adentro, intacta. La sentía con una intensidad increíble, que no se podía transmitir con palabras. ¿Cómo era posible que algo tan pequeño provocara males tan grandes? No supo si esto solamente lo pensó o lo dijo en voz alta, pero una voz le respondió desde esa mesa infernal:

- Comer un pescado es un arte. Paciencia y destreza.

Ya no podía contenerse más y tosía de una forma desesperada, escandalosa. Intentó vomitar, tiró el vino, la cerveza y la comida para despejar la mesa y tener espacio. ¿Espacio para qué? Pero nada. La espina se obstinaba en continuar en la garganta. Sintió que no le faltaba mucho para desvanecerse. Ya no se podía defender más e iba a quedar en manos del dispositivo médico de urgencia del restaurante de Chiquito.

Kiko se levantó de la mesa y con él sus tres amigos. Chiquito observaba con tranquilidad desde su mesa con sus amigos que de vez en cuando le comentaban algo en voz baja y él asentía con la cabeza. Tenía confianza en los muchachos, conocedores de la comida del restaurante y de la manera apropiada de comerla. Los muchachos colocaron y estiraron a Hugo Ricardo sobre la mesa que él mismo se había encargado de despejar. La consciencia no lo abandonaba. Lo hubiera preferido a tener que comprender lo que se estaba disponiendo. Con una sonrisa vengativa, Kiko le acercó un vaso de cerveza y le hizo tomar un trago.

- Yo sé que está atascado pero que me puede escuchar. Tome un poco de la bebida local que lo va a aflojar y va a poder respirar un poco antes de que el doctor trabaje. Kiko dijo esto y señaló al Gordo. El Gordo sacó la pajita del vaso y la secó con su remera. Después le levantó una mano a Hugo Ricardo y le hizo cerrar el puño mientras acercaba un cuchillo filoso a la garganta. Antes de perder la consciencia producto de la falta de aire, del dolor y del espanto, pudo comprender que en la posición en la que lo habían colocado, él estaba reproduciendo la foto del boxeador que lo había inquietado por esa mancha roja. La foto lo había fotografiado. Después todo fue muy rápido. El cuchillo le hizo una perforación que casi no sintió, pero cuando le estaban por introducir la pajita para que pudiera respirar, perdió el conocimiento. Mientras se alejaba de la realidad, la multitud de fotos lo rodeaba como un torbellino inquietante. Después todo se apagó.

Cuando se despertó en el hospital, el doctor, que al principio le pareció que tenía un aire al Gordo, le dijo que los muchachos le dejaban saludos y que con su intervención, algo casera y dolorosa, lo habían salvado. En el momento en que Hugo Ricardo se pudo reponer, tomar agua y constatar que ya respiraba bien, continuó escuchando al doctor que dejó de hablar de medicina para comentar asuntos de comida y sobre la manera de comer pescado:

- Comer pescado, como vender repuestos para los espejos de los autos, requiere una técnica y un aprendizaje. Hay que ir tranquilo y escuchar los consejos de los expertos como los muchachos que lo trajeron. Acá le dejaron este sobre como regalo. En el pago somos muy afectivos.

Hugo Ricardo volvía repuesto en el auto a la capital con unos días de retraso. Sabía que nadie lo iba a entender si contaba lo que había vivido. Intentaba conducir con concentración pero no podía. Miraba por los espejos del auto y no veía la ruta, sino las fotos del restaurante de Chiquito y el dorado que casi lo asfixió. Esperó llegar a su casa para abrir el sobre que le habían dejado. Cuando ya estuvo en su casa, en su mundo familiar y conocido, tuvo el valor de abrir el sobre. Como recuerdo de su cena le habían dejado la foto del boxeador con la mano levantada y con una mancha roja en la garganta. Después descubrió que en un costado de la foto habían pegado la espina. Todo había sido real. Mejor era intentar dormirse con la esperanza de encontrar un sueño blanco.