John Edgar Hoover (II)

El poder en las sombras

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Rogelio Alaniz

De Hoover podría decirse lo que se dijo en su momento de otros personajes insustituibles: si no hubiera existido, Estados Unidos debería haberlo inventado. De hecho lo inventaron. El jovencito que había demostrado inusuales agallas para perseguir “rojos y radicales”, será designado el 10 de mayo de 1924 jefe del organismo que, a parttir de 1935, se transformará en el FBI. Y allí se quedará hasta el día de su muerte, el 2 de mayo de 1972.

No sé si fue el hombre más poderoso de los Estados Unidos, pero seguramente fue el más temido. Y ese temor era muy democrático, porque le temían desde el más modesto ciudadano hasta el presidente de la Nación, pasando por ministros, jueces y empresarios. Curiosamente, el presidente que afianza su poder, que le facilita los instrumentos necesarios para construir una formidable maquinaria de espionaje y control social, será Franklin Delano Roosevelt. Paradojas yanquis: el presidente más progresista del siglo veinte es al mismo tiempo el que avala el poder del funcionario más reaccionario. Los favores de Roosevelt no impidieron que Hoover controlara a su esposa Eleanor hasta en los detalles. Y ya se sabe que los “detalles” de Eleanor era su reconocido lesbianismo.

Para los años 30 el hombre se distingue no sólo por montar una estructura de poder moderna y eficiente, sino por liquidar a los principales gángsters de aquel tiempo. Personajes como John Dillinger, Alvin Karpis, William Mahan o Harry Brunette, aprendieron demasiado tarde que a Hoover había que tomarlo en serio. El otro caso que le permitirá mejorar el perfil fue el secuestro y asesinato del niño Charles Lindbergh. Gracias al impacto que tuvo ese crimen, logró que determinados delitos fueran considerados de jurisdicción federal.

La lucha contra los gángsters y la modernización del FBI le otorgaron un prestigio nacional fundado en el reconocimiento y el miedo. Cuando concluyó la Segunda Guerra Mundial, se consideraba que Estados Unidos había derrotado al Eje gracias al valor de sus soldados y a las tareas de espionaje y contraespionaje desarrolladas por Hoover.

Harry Truman, no lo apreciaba, pero le reconocía su valor. La misma actitud tuvo Dwight Eisenhower. Este le permitió y le consintió todo: desde los tribunales anticomunistas a la ejecución del matrimonio Rosenberg. Algo parecido ocurrió después con los Kennedy. El espionaje, las escuchas ilegales, el “pinchazo” de los teléfonos, la red de soplones desparramada por toda la sociedad fueron un invento de Hoover, su marca en el orillo. Richard Nixon tuvo que renunciar veinte años después por el caso Watergate. Comparado con Hoover, lo de Nixon no fue más que un comadreo de vecinas de barrio.

Su biografía se identifica con un momento histórico de Estados Unidos. El modelo de libertades civiles y políticas programado por los Padres Fundadores necesitaba una vuelta de tuerca. El imperio ya no podía permitirse los lujos democráticos que habían despertado la admiración de Tocqueville. La Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría reclamaban otro tipo de legalidad y, sobre todo, otro tipo de Estado. Hoover es la expresión de ese cambio. Su poder proviene de su talento, pero, sobre todo, del hecho de encarnar la representación de una poderosa necesidad histórica. Así se explica por qué en los Estados Unidos de aquellos años los presidentes pasaban pero Hoover quedaba.

Curiosamente, el hombre que construye su poder invocando la lucha contra los gángsters, guarda un sugestivo silencio respecto de la Mafia. El hombre que desconfiaba hasta de su sombra, el hombre que en todo presidente demócrata veía a un comunista en potencia, el eterno paranoico, siempre se resistió a admitir la existencia de la Mafia. En realidad, se resistió a admitirla de la boca para fuera, porque la clave de su poderío radicaba -entre otras cosas- en el el conocimiento de las relaciones de los capos mafiosos con presidentes y ministros.

Se dice que Hoover terminó enredado con la Mafia debido a sus “debilidades” sexuales y su afición a los caballos de carrera. Los jefes mafiosos hicieron con él lo mismo que él hizo con tantos: acumular pruebas para chantajearlo. Se dice que el jefe de la mafia judía, Meyer Lansky, tenía guardadas bajo llave las cintas que probaban sus hábitos homosexuales Se dice que el jefe mafioso, Frank Costello, disponía de recibos que probaban sus deudas de juego. Todo esto se dice, porque probar, nunca se probó nada.

De todos modos, no deja de llamar la atención que el homófobo más obsesivo de EE.UU. haya sido sospechado de lo mismo que perseguía con saña. Pruebas sobre sus relaciones de pareja con su íntimo amigo Clyde Tolson, no hay, pero las sospechas son abrumadoras. La relación morbosa con su madre, su misoginia militante, su propia estructura psicológica represiva, dan cuenta de un homosexual en las versiones más retorcidas y morbosas.

Republicano, protestante y anglosajón, se jactaba de reunir las condiciones básicas del verdadero americano. A esas joyas genéticas y morales, Hoover le agregaba su rechazo a los negros y a los judíos. El rechazo, en más de un caso, se confundía con el odio. En su residencia de Miami había a la entrada un cartel que decía: No jews, no dogs allowed, que traducido al idioma de Cervantes quiere decir “No se admiten perros ni judíos”.

Cuando en junio de 1953 Ethel y Julius Rosenberg fueron ejecutados en la silla eléctrica acusados de espionaje, todo el mundo, desde Jean Paul Sartre hasta Pío XII protestó por lo que se consideró un verdadero linchamiento legal. La repuesta de Hoover a tantos reclamos no se hizo demorar: “Fue uno de los grandes logros del FBI”.

Los Kennedy lo tenían políticamente en la mira, pero al igual que los presidentes anteriores terminaron pactando. John no lo recibía y Robert cada vez que podía le tomaba el pelo, pero en cierto momento lo convocaron para que espiara a Martín Luther King. Se sospechaba que el líder religioso podía ser comunista. Hoover puso manos a la obra y, si bien nunca pudo probar que Luther King fuera comunista, descubrió en el camino que el pastor bautista era un mujeriego compulsivo.

Hoover fue el que el avisó a Robert de la muerte de su hermano en Dallas. Se dice que su tono de voz era casi alegre. Por lo pronto, nunca hizo nada por investigar esa muerte. Por el contrario, trabó lo que pudo trabar. ¿Hoover era fascista? como lo acusaron desde ciertos sectores de la izquierda. A la hora de avalar esas calificaciones importa observar que el fascismo responde a una ideología que es, al mismo tiempo, un proyecto político y social que incluye un determinado tipo histórico. Hoover seguramente responde a la estructura de personalidad autoritaria estudiada por psicólogos, sociólogos y cientistas sociales. Ese tipo de personalidad, como modelo, no es diferente del jefe de inteligencia de las SS o el verdugo de la KGB, pero en todos los casos, a la hora de las calificaciones hay que ser muy cuidadosos para no caer en simplificaciones teóricas. Hoover fue lo que fue, y no importa demasiado esforzarse por hacer encajar a su personalidad en una categoría teórica que nunca alcanza a explicar los matices, que son los que verdaderamente importan a la hora de indagar en una biografía.

Temido y odiado, nunca se preocupó demasiado por ser simpático o por hacerse querer. Siempre supo que si alguna importancia tenía era por el poder que ejercía y no por el afecto que era capaz de despertar. Todos le temían y él se enorgullecía por despertar esas pasiones. Hubo, sin embargo, un hombre que se animó a destratarlo. Se llamaba Raymond Chandler, y fue uno de los grandes escritores del siglo veinte. Raymond Chandler, para esos años, era famoso por sus novelas, muchas de las cuales ya se habían llevado al cine. Era un hombre inteligente, atormentado y hosco. Tan yanqui como Hoover, expresaba la otra cara de la moneda. Chandler rechazaba la imagen edulcorada del sueño americano, defendía al perdedor y despreciaba al ganador. Individualista y valiente, su modelo de héroe no era John Wayne sino Gary Cooper, sobre todo el Gary Cooper de “A la hora señalada”.

Una noche, en un restaurant de Los Angeles, Chandler estaba cenando con su esposa. En ese momento se acercó un mozo y le dijo que el señor Hoover lo invitaba a compartir una copa en su mesa. Chandler miró en esa dirección y distinguió el rostro sonriente de Hoover. Después le dijo al mozo: “Dígale a Hoover que digo yo que se vaya a la mierda”. Nadie, ni antes ni después, se había animado a hacerle semejante desplante a J. Edgar.