Tribuna de opinión

Dignidad de la pobreza y evolución social

Héctor H. Lomanto

Desde hace ya bastante tiempo se escucha y lee en los medios de comunicación un discurso oficial que liga directamente el aumento de la delincuencia a la marginación social y la responsabilidad que por esta marginación tiene la sociedad.

Es posible que la sociedad, por medio de sus representantes -pues ella no legisla ni gobierna sino a través de ellos- tenga responsabilidad por la ausencia de educación, control policial y desidia general por el futuro de muchos argentinos que no tienen acceso a una calidad de vida mejor.

Pero, como peino canas, necesariamente tengo que referirme a una sociedad que yo conocí y que tenía otros valores, otros objetivos y que, consecuentemente, logró otros resultados.

Pasé toda mi infancia en un barrio de los llamados marginales de la ciudad de Buenos Aires, en el límite entre Boca y Barracas.

Papá era maestro de la escuela del barrio, por lo que claramente éramos clase media.

Además vivíamos en casa propia con las ventajas de espacio e higiene que eso representaba.

Pero, salvo tres o cuatro familias en las mismas condiciones, el resto del barrio no era así. Abundaban los conventillos en los que varias familias vivían cada una en una pieza y compartían un baño común (un retrete con una ducha).

En esa zona en general no existían los grandes conventillos que albergaban quince o veinte familias, esos eran más de la Boca profunda. En mi barrio eran aquellas viejas casas chorizo que albergaban cinco o seis familias, una en cada habitación con el patio común.

Los habitantes de esas piezas eran pobres de toda pobreza. Muchos trabajaban como estibadores en el Puerto del Riachuelo, que lo teníamos a pocas cuadras. Otros eran cuentapropistas o simplemente hacían changas en lo que podían.

Por la época de mi relato, ya muchos de aquellos tanos y gallegos llegados con la inmigración europea habían emigrado y tenían sus casitas en localidades del Gran Buenos Aires que habían progresado con los remates de terrenos fiscales.

La inmigración ahora era interna. En la casa justo al lado de la mía convivían una familia gallega junto con una santafesina, otra correntina y una entrerriana.

A la escuela en la que era maestro mi padre concurríamos todos los chicos del barrio, de forma que mis amigos eran los habitantes de aquellos conventillos.

No quiero abundar en más detalles, solo diré que hoy, más de sesenta años después muchos de aquellos chicos nos seguimos reuniendo a cenar una vez por semana.

Hay médicos, odontólogos e ingenieros y el que no es profesional desarrolló una carrera como comerciante o simplemente empleado en alguna empresa, pero todos, absolutamente todos, salieron de aquellos conventillos y se transformaron en personas de provecho para ellos mismos y para la sociedad toda.

No recuerdo uno solo delincuente. Quizás alguno no progresó tanto y hoy sobrevive con una de esas jubilaciones miserables a que nos condenaron, seguramente, pero delincuente, de ninguna manera.

¿Por qué si ellos tenían las mismas limitaciones que los que hoy viven en una villa fueron capaces de salir de esa situación y mejorar definitivamente su condición social?

Según mi parecer, porque sus padres se sacrificaron para darles a sus hijos una instrucción que era lo único que los iba a sacar de la pobreza.

Porque sus padres les enseñaron una ética del trabajo y que sólo con el esfuerzo se puede aspirar a escalar en la sociedad.

A ningún padre de aquella época se le hubiera ocurrido enviar a su hijo a mendigar en los semáforos para no asumir él la responsabilidad de haberlo traído al mundo.

El esperar que el Estado acuda con algún plan social para asistirlo es tergiversación de responsabilidades. El Estado tiene que acudir con todos los medios a su alcance para garantizar la igualdad de oportunidades.

Que el hijo del maestro pueda estudiar y desarrollarse sin cortapisas igual que el hijo del estibador del Riachuelo es el objetivo medular de toda política de inclusión, lo otro es alimentar vagos.

Por último, y para darle algo de color a este relato, terminaré con una anécdota personal que ocurrió allá por 1949.

Mis tíos paternos tenían una farmacia a unas cuatro cuadras de mi casa. Cuando llegaban las vacaciones de verano, mi madre para sacarme de la calle me mandaba a trabajar a la farmacia de mis tíos.

Dentro de los pocos trabajos que podía realizar estaba el de reparto de medicamentos en el barrio. A esos efectos me proveían de una canasta de las de almacenero en la que ponía los pedidos y un papelito con las direcciones, y allá iba a repartir los pedidos.

Me acuerdo como si fuera hoy, un conventillo de los grandes en la Boca, calle Parker y California. Entro al patio (no había timbre) golpeo la manos y grito, “¡Farmacia!” “¡Farmacia!” Y desde el piso alto, “¡Por acá! Subí pibe...”.

Subo a la planta alta y cuando voy a entrar a la pieza para dejar el pedido, la mujer me dice, “los patines, pibe, los patines...”.

La pieza del conventillo en la que vivía una familia y dividían la pieza con un lienzo para separar padres de hijos, enceraban el piso y caminaban con patines. Señores, si eso no es dignidad de la pobreza no se cómo llamarlo.

Dignidad de la pobreza y evolución social

Óleo de Quinquela Martín donde se aprecian los estibadores del Riachuelo.

Foto: Archivo El Litoral