La vuelta al mundo

¿La hora de Siria?

¿La hora de Siria?

Manifestación de repudio contra atentados rebeldes y de apoyo al régimen en la ciudad de Damasco, expresión de un país dividido y con proóstico incierto. FOTO: EFE

Rogelio Alaniz

Quienes suponen que el régimen sirio presidido por Assad y su familia está acorralado, deberían tener en cuenta que la dictadura cuenta con el apoyo del ejército más calificado de la región y de la poderosa burguesía cristiana y sunnita que, más allá de cuestiones confesionales, siguen haciendo muy buenos negocios con el régimen.

En el orden externo, el único que está recibiendo armas y equipos militares es Assad. A contrapunto de quienes afirman que los rebeldes están financiados por el extranjero, la despiadada realidad dice exactamente lo contrario: la principal financiación militar llega desde Rusia, y no es para los rebeldes precisamente. Al respecto, no es ningún secreto de Estado el hecho de que Rusia y China -en ese orden- son los grandes aliados de Siria y no hay motivos para que dejen de serlo en el futuro inmediato.

Más allá de las declaraciones de Hillary Clinton y de los informes de los corresponsales de guerra acerca de las atrocidades cometidas contra la población por la temible Guardia Republicana dirigida por un hermano del dictador, el régimen sirio no está aislado. No lo está en el orden local ni el orden externo. Incluso en la región cuenta con el apoyo manifiesto de Irán, Irak y el Líbano. Turquía dice estar en contra de la dictadura de la boca para afuera. Y algo parecido ocurre con Jordania.

Israel, el principal enemigo de Siria en la región, observa los acontecimientos con los ojos del realismo más descarnado. Como dijera el viceministro de Defensa israelí, Dan Meridor, “Siria es un enemigo que mantiene tranquila la frontera”. Esa “tranquilidad” que brinda Assad no la aseguran los rebeldes liderados por los Hermanos Musulmanes. Conclusión: para Israel , el conocido refrán “Más vale malo conocido que bueno por conocer”, adquiere inusitada vigencia.

La oposición regional más fuerte la expresa la Liga Arabe y, muy en particular, el régimen saudita. No es una oposición menor, pero con todo el poder económico que disponen, los sauditas carecen de recursos materiales y morales para inclinar la balanza a su favor. A la rapaz autocracia saudita le preocupa seriamente la gravitación de “los persas” de Irán y su aliado sirio en la región, pero el margen de maniobra que dispone es cada vez más estrecho.

Para quienes con excesivo entusiasmo hablan de “la primavera árabe” y suponen que lo que allí está ocurriendo es algo no muy diferente a las revoluciones clásicas europeas en sus versiones burguesas o de izquierda, deberían saber que las pujas políticas y los intereses que allí se ponen en juego, poco y nada tienen que ver con la modernización económica y política en clave occidental. El héroe de los rebeldes no es Voltaire, o Marx, sino Mahoma. Y el principal objetivo de sus dirigentes es instalar regímenes islámicos más represivos y ortodoxos que los actuales.

El tema es controvertido porque el mundo árabe es reacio a encajonarse en una exclusiva alternativa. Como se ha dicho en este caso, “Túnez no es Egipto, Egipto no es Libia y Libia no es Siria”. Las viejas dictaduras en muchos de estos países han entrado en crisis, pero esto no quiere decir que la salida se de por el lado de democracias al estilo occidental. Es más, esta alternativa no sólo no figura en el horizonte de los principales dirigentes rebeldes, sino que habría que preguntarse en serio si este tipo de democracia es posible para sociedades como las que estamos analizando.

Desde el punto de vista histórico, Siria ha sido siempre la nación que más ascendiente político y moral tuvo en la región. Los sirios fueron los que con más dureza resistieron la ocupación francesa después de la Primera Guerra Mundial, y los que se opusieron al acuerdo de Sadat con Israel y al posterior acuerdo de Arafat con ese país. Con el Líbano siempre mantuvieron relaciones conflictivas, pero en los buenos tiempos los libaneses preferían depender de Siria que de Francia. Ello no impidió que desde 1975 hasta el 2000, las tropas sirias hicieran y deshicieran a su gusto en el país que alguna vez fue considerado la Suiza de Medio Oriente.

Siria e Irak mantiene en común haber “inventado” un partido de poder que se definió como laico y socialista y pretendió ser la principal referencia política del nacionalismo árabe. Me refiero al partido Baas, al que yanquis e izquierdistas en su momento consideraron como una avanzada de la socialdemocracia, cuando en realidad sus fuentes de aprendizaje siempre estuvieron más cerca de los seguidores de Adolfo Hitler que de los seguidores de Carlos Marx.

Con todas sus luces y sombras, Siria es una nación, es decir, es algo más que un régimen despótico o una confederación de tribus. Y su pasado y su futuro va más allá de los Assad, la familia que gobierna con mano de hierro desde hace más de cuarenta años. Decir que el régimen es dictatorial es decir lo obvio, porque lo que importa saber es que todas las dirigencias de estos países siempre ha optado por la autocracia como alternativa real a la anarquía y siempre han preferido la seguridad a la libertad.

A los observadores occidentales esta realidad podrá disgustarlos, y se le podrán hacer las objeciones éticas más duras, pero ninguna de estas consideraciones gravitará en el verdadero campo de relaciones de fuerza, donde se disputa el poder efectivo y real. Este es el contexto en el que hay que esforzarse por entender lo que allí está sucediendo. Las rebeliones contra los Assad son genuinas -y en más de un caso, justas- pero habrá que ver si son efectivas o son mayoritarias. El centro de la protesta está en las ciudades de Homs y Hama. Son bastiones históricos de la oposición a los Assad. Justamente este año se cumplen cuatro décadas de la rebelión de Hama que concluyó con un baño de sangre y la friolera de veinte mil muertos.

Según los cronistas de guerra de la época, el ejército, cumpliendo órdenes puntuales del padre del actual mandatario, no sólo ejecutó a combatientes, niños, ancianos y mujeres, sino que después los tanques de guerra “aplanaron” los barrios rebeldes transformando el escenario de la carnicería en una llanura aparentemente en la que, hasta hace poco, a centímetros de la superficie de esa singular planicie podían encontrarse los restos de los sacrificados.

Como dijera el cronista del New York Times, Thomas Friedman, ahora el ejército sirio reproduce la tragedia de Hama, pero en cámara lenta. Muchos hemos levantado la voz por esta masacre, pero lo que llama la atención es el silencio “sonoro” de las izquierdas tradicionales y de las instituciones de derechos humanos. En efecto, los mismos que se rasgan las vestiduras protestando por un chichón que algún manifestante reciba por acción de un policía, ahora persisten en un silencio tan profundo como sugestivo mientras miles de personas son asesinadas por un régimen caracterizado por su acendrado anticomunismo. Como dijera Francois Revel: “Estas izquierdas suelen ser fanáticas contra los moderados y extrañamente moderadas con los fanáticos”.

Los rebeldes luchan con heroísmo, pero en términos prácticos no hay ninguna posibilidad de ganar la guerra oponiendo al sofisticado armamento de un ejército profesional las metralletas Kalashnikov. Se sabe que una revolución triunfa cuando el bloque dominante se fractura y se inician las deserciones de militares, ministros y fracciones económicas del poder. Nada de esto está ocurriendo en Siria.

El ejército mantiene su unidad, la burguesía de Damasco y Alepo cierra filas detrás del régimen, y en el orden internacional la dictadura no está aislada. En ese cuadro de situación, las perspectivas de los rebeldes son bajas. Assad no es Kadafi. Su ejército está unido, su mente está fuerte y no son pocos los que siguen haciendo buenos negocios con su gobierno.

En consecuencia, un escenario probable es que la rebelión sea derrotada con un costo altísimo en vidas y recursos económicos. La pregunta a hacerse en este supuesto es si, luego de este desafío, el régimen podrá seguir gobernando como siempre. Assad puede triunfar, pero las heridas causadas al tejido nacional demorarán en cicatrizar o serán irreversibles. En cualquiera de los casos, lo que se impondrá serán las reformas políticas y económicas. ¿Podrá la dinastía de los Assad asumir este desafío? No tengo una respuesta a ese interrogante, pero sospecho que nadie, ni siquiera los Assad, la tienen.