EDITORIAL

Veinte años de impunidad

El pasado 17 de marzo se cumplieron veinte años del atentado terrorista contra la embajada de Israel en Buenos Aires, pero más allá de las consabidas declaraciones de condena o de los rutinarios partes oficiales por la muerte de 29 personas, nada significativo ha avanzado la Justicia argentina para determinar con nombre y apellido la autoría de este acto criminal. Si algunas identificaciones hubo, estas fueron logradas a través de las investigaciones del Mossad, institución que ha dejado trascender que los autores fueron militantes de la agrupación terrorista islámica Hezbolá.

 

Según trascendidos, Israel, a través de sus servicios de seguridad, ejecutó a los criminales, pero lo que a los argentinos nos debe importar es que lo sucedido en la embajada ubicada en la intersección de las calles Arroyo y Suipacha fue un ataque contra nuestro país y que las investigaciones de la Corte Suprema de Justicia se constriñeron a una única hipótesis: la que aseguraba que la bomba estalló dentro de la embajada, presunción que apunta más a un ajuste de cuentas interno entre los judíos que que a un ataque del integrismo musulmán.

Dos años después, otro operativo que probablemente se haya originado en el mismo centro de poder, culminó con la demolición mediante explosivos del local de la AMIA de calle Pasteur y la muerte de 86 personas. O sea que en el lapso de dos años se produjeron en la Argentina dos ataques terroristas considerados como los más importantes contra la comunidad judía en el extranjero después de la Segunda Guerra Mundial, sin que en este momento haya un detenido. En el caso de la embajada de Israel, el balance es desolador. La Justicia argentina presume que detrás del atentado estuvo la mano de Irán, pero a decir verdad, esta es más una especulación que una prueba fehaciente, ya que acerca de lo ocurrido aquel día no hay una conclusión certera sobre la identidad de los culpables.

La ineficacia de nuestros servicios de seguridad ha dejado una memorable huella en la que se conjugan la sospecha de connivencia y el sentimiento de desprotección. No hay en el mundo antecedentes de semejante ineficiencia. Para contraste vale señalar que esta semana, en Francia, un psicópata que dijo pertenecer a Al Qaeda y que había asesinado a soldados franceses y niños judíos, fue identificado a las 48 horas, y que -cercado- cayo muerto ayer luego de un tiroteo. A su vez, en España se recordó días atrás el doloroso atentado en la estación de trenes de Atocha, hecho que rápidamente terminó con la identificación, la muerte o el procesamiento y cárcel de los implicados.

En cambio, en nuestro país todo sigue en veremos, mientras la esperanza de justicia se evanesce. Entre tanto, la evaluación de lo ocurrido adquiere tonos sombríos porque crece la sensación de que no se avanzará en el esclarecimiento de lo sucedido, triste realidad que deja al desnudo la debilidad e inoperancia de nuestras instituciones frente a las acechanzas del terrorismo.