Significado pleno y profundo

La Pascua y nosotros

La nota

Sacerdotes sostienen velas durante las celebraciones del Domingo de Pascua de Resurrección en la Iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén, en la mañana de hoy.

Foto: EFE

 

Mons. José María Arancedo

Arzobispo de Santa Fe de la Vera Cruz

La Pascua de Jesucristo no es algo que acontece en él en un sentido privativo y del cual somos testigos que sólo admiramos un hecho de nuestra historia. Esto sería no comprender el significado de su venida al mundo. El sentido de la vida y la obra de Jesucristo tienen un sentido personal pero también cósmico, es para nosotros y el mundo. El haber asumido nuestra humanidad, desde su nacimiento único de María Virgen en Belén, en la Pascua alcanza su significado más pleno y profundo.

El hombre y el mundo somos sus destinatarios. Él se ha hecho hombre para que el hombre, ya desde la tierra, encuentre el sentido y la posibilidad de vivir una vida nueva que se define en términos de los valores del Reino de Dios, que es un Reino de la verdad y la vida, Reino de la santidad y la gracia, Reino de justicia, de amor y de paz. Para el cristiano que celebra la Pascua, la vida de este Reino no es una utopía sino una realidad, aunque su plenitud siempre será objeto de esperanza.

La aspiración del hombre a estos ideales nos habla de su espiritualidad y trascendencia, somos seres libres creados por Dios. Vivimos nuestra fe en el mundo, formamos parte de una comunidad y somos responsables de todo lo que hace a su nivel de vida como a la relación del hombre con la naturaleza. Como vemos, la verdadera fe en Jesucristo y la vivencia de su Pascua deben tener consecuencias sociales, incluido el cuidado de la naturaleza. Si bien la fe es algo personal, ella está llamada, sin embargo, a transformar la vida del hombre y, desde él, la vida del mundo.

Lo religioso no nos aísla en la intimidad de nuestras creencias y sentimientos, sino que nos hace responsables de este mundo creado y amado por Dios, para el cual Jesucristo ha inaugurado una vida nueva. “No sólo la interioridad del hombre ha sido sanada, también su corporeidad ha sido elevada por la fuerza redentora de Cristo; toda la creación toma parte en la renovación que brota de la Pascua del Señor, aún ‘gimiendo con dolores de parto’ (cfr. Rom. 8, 19-23), en espera de dar a luz ‘un nuevo cielo y una tierra nueva’” (Ap. 21, 1), (Compendio de Doctrina Social de la Iglesia, Nº 455).

Frente a esta imagen ideal pero real de la Pascua, nos toca vivir en este mundo que aún está “gimiendo con dolores de parto”, pero con la esperanza cierta de dar a luz “un nuevo cielo y una nueva tierra”. Quedarnos con los gemidos y dolores del mundo sin la esperanza de lo nuevo es no ser profetas ni testigos de la Pascua; vivir de la esperanza de lo nuevo sin asumir los dolores del mundo, es refugiarnos en un escapismo espiritualista que no asume la realidad y, por lo tanto, no la va a cambiar. Lo que no se asume no se salva, es el principio con el que Dios ha actuado en Jesucristo.

Gemidos de este mundo

Conocemos los gemidos de este mundo, hablaría de marginalidad y descuido de la niñez, de los atentados contra la vida naciente, de la droga y la trata de personas, de violencia y muerte, de falta de valores morales que den sentido y alegría a la vida del hombre. Pero seamos, también, profetas de lo nuevo que nos habla del amor que triunfa sobre el odio, de la solidaridad que rompe la estrechez del individualismo, de la verdad que triunfa sobre la mentira, de la belleza de los valores que dan sentido a la vida del hombre. El mundo necesita más de profetas que de narradores de lo cotidiano, aunque ello sea necesario. La Pascua tiene que hacerse vida y camino en cada uno de nosotros.

Queridos amigos, deseándoles una feliz Pascua con sus familias y amigos, les hago llegar como padre y obispo, junto a mi afecto y oraciones, mi bendición en el Señor Jesús que ha Resucitado.