Un largo adiós

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Por Martín Spada

“Ropa vieja: la muerte de una estrella”, de Francisco Bitar. Ediciones Stanton. Buenos Aires, 2011.

El primer poema del tercer libro de Francisco Bitar cierra con un verso -“no hay remate”- que desde el vamos parece querer dejar en claro, al menos, dos cosas: en principio, que el poema no participa menos del mundo que cualquier otro objeto, y que como tal se encuentra sujeto a las mismas leyes del aquí y ahora de la percepción a las que todo aquello que tiene su lugar bajo el sol precisa atarse -que no a un mero remate-. En segundo lugar, que es necesario abandonar toda esperanza de hallar, en las páginas que siguen, el eco de un método que supo dejar su marca en la poesía argentina de hace un tiempo, y que jugaba buena parte de su suerte a, como alguna vez se dijo, “la falsedad de tensar los poemas como una catástrofe”. No porque no haya pathos en Ropa Vieja (que lo hay), sino porque lo que allí reside puede leerse más bien como una petición de principio respecto de los modos mediante los cuales la poesía participa del mundo ahora mismo, en este recodo del planeta.

En tal sentido, la poesía de Bitar parece recoger el guante de una larga y fecunda tradición: hablamos, claro está, de aquella que ha aprendido a interpelar el universo desde su propio coto de caza de lo real (cualquiera sea el criterio que de él se tenga), en este caso la zona del Litoral y sus alrededores. Una zona que, a semejanza de lo que sucede con Saer, nunca es nombrada, aunque ello no suponga mayor obstáculo a la hora de reconocerla no sólo en su lengua, sino particularmente en la minuciosa cartografía que Bitar traza alrededor de su torre de observación, que nunca es inmóvil. De la zona de los hospitales hasta el puente, del sur a las colonias pasando por las islas más próximas, persiste en el centro duro de Ropa Vieja -y de toda la poesía de Bitar- una ciudad cuya misma oscuridad se presta, a veces mejor que el pleno día, al reconocimiento de los que la habitan o han cruzado a menudo sus puentes.

Así desplegado su espacio, en el espinazo de Ropa Vieja se vislumbra el pathos de una voz que orilla entre la pérdida de un pasado más firme -aunque no por ello menos irreal-, y el desamparado abismo que supone lo desconocido, que puede ser tanto el fin de la juventud como una noche sin sueño, en la que “se llega a la heladera / por pasillos oscuros”.

Se trata, en suma, de señar un tiempo cuyo rasgo más reconocible es el de la precariedad de las cosas que aún permanecen en pie frente a la adversidad de lo real:

Todos los arreglos de la casa

están hechos con cinta, incluso

los que necesitaban cinta.

Tiempo a menudo circular, en donde “no hay trabajo / y los amigos siguen sin aparecer”, y en el que el resplandor del día (su “edad fuerte”), que todo lo baña, muchas veces turba la mirada aún más que la oscuridad misma. Se sabe: el verano, en el Litoral, es la estación irreal en la cual las siestas se suceden sin tregua como una ruleta de luz bochornosa que revela tanto como oculta, y en el que el presente sabe empastarse, por decirlo de algún modo, en la acumulación uniforme de jornadas que se suceden sin mayores novedades, y a las que sin embargo es posible nacer, cada día, un poco menos entero:

Se fue el día sin descubrimientos,

sin pestañar para separar algo

del declinar sin formas del verano.

Y es la propia luz del día, que “encara / en silencio su trabajo”, y que al final del mismo “se retira de la escena / llevándose también / la época de oro de las cosas”, la que imprime el pulso de lo que acontece o deja de acontecer en un presente hecho de objetos inmediatos, cuya “época de oro” precisamente es particularmente fugaz y más bien inestable: plantas que hay que regar e ir podando, porrones que se calientan demasiado rápido, perros perdidos y gatos hambrientos, vinculados entre sí por un hilo invisible y frágil que en cualquier momento se afloja y desvanece.

Sopla en Ropa Vieja, a medida que se avanza sobre él, un aire como de tormenta fuerte a pronto de romper sobre nosotros, como cuando se huele la tierra mojada mucho antes aún de que las nubes comiencen a agruparse -y aun así se tiene la certeza de que todo está a un segundo de arruinarse-. Es el momento en el que hasta “las estrellas se ponen a salvo”, y en el que algo, no sabemos qué, hace que el gesto más mundano se vea preñado de excepcionalidad.

Personas sosteniendo relaciones que se desbandan, afanosamente; pérdida de un tiempo que nos parecía propio y ahora es preciso encauzar. Noches que, luego de quedarse con algo que era nuestro, al final no nos han dado lo que tanto prometían. Hay algo de Bildungsroman en Ropa Vieja, y sin embargo, éste no es un libro de aprendizaje. Más bien aparece ante nuestros ojos como un largo adiós, proferido en “la última noche del gran verano / del año en que termina mi juventud”.

En tal sentido, es posible encontrar en el último poema cierto reflejo invertido respecto de aquel que abre el libro: especie de eucaristía que busca aplacar la resaca de una mala noche, el pan recién ganado se come bajo el sol al amparo de que las cosas, al final, van a ir yendo mejor. Después de todo,

Del sol baja una orden que nos toca

y que pone cada cosa en su lugar.