Placero de ley

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García señala el monumento a Cristóbal Colón, obra del artista José Sedlacek.

 

Como hace 34 años, Daniel Dionisio García le pone el cuerpo y el alma al Paseo Colón, y se compromete a seguir mejorándolo porque, según dice, ya es su segunda casa.

TEXTOS. M. JIMENA GÓMEZ. FOTOS. FLAVIO RAINA.

Con 60 años, Daniel Dionisio García es el encargado del palomar del Paseo Colón de nuestra ciudad. Desde joven, su vida estuvo atravesada por el trabajo en las plazas y espacios públicos. Este personaje santafesino está hace más de tres décadas al servicio del pulmón verde que constituye un interesante espacio de recreación para chicos y grandes.

El Paseo Colón es un sitio cargado de historia, que este año cumplirá 72 años en su versión actual. Sucesor del “Paseo de las Ondinas”, nombre mitológico asociado en otro tiempo a su vecindad con el riacho Santa Fe y el viejo puerto, sus orígenes se remontan a 1838, año en que moría el brigadier general Estanislao López, bajo cuyo gobierno se había promovido la obra. En 1892 pasó a llamarse “Del Obelisco” y recién a partir de 1900, por disposición municipal, se lo denominó en forma definitiva “Paseo Colón”. Más adelante, hacia 1940, durante la intendencia de Francisco Bobbio, se dispuso la construcción de un palomar, con una gran explanada circundada por jardineras para plantas florales y la inclusión de un piletón de agua.

Enmarcado entre las calles Tucumán, La Rioja, Rivadavia y San Luis, el Paseo Colón deja ver sus copiosos árboles bajo el cielo azul de una mañana otoñal. Más allá, las aves vuelan en masa por sobre la cúpula de su hogar, dibujando destellos de viento con las plumas que cantan bajo sus pies. Las palomas van y vienen, dialogan entre sí, comen y beben. De tanto en tanto, se hacen amigas de los niños que visitan el lugar y se acercan para alimentarlas y contemplarlas de cerca.

“García”, como todos lo conocen, llega puntualmente a las 8. Estaciona su auto de color rojo, modelo 95, sobre calle San Luis, y baja perezosamente en compañía, como hace 12 años, de su pequeña perra Lita. Lleva un pantalón gastado de color azul petróleo y una remera blanca que deja ver su barriga prominente. Mientras cruza la plaza en dirección al Palomar, saluda amigablemente a todos los demás trabajadores. Al llegar, abre la reja con gran facilidad y se interna en el húmedo y pestilente mundo habitado por las palomas. Trabaja hasta el mediodía y vuelve a su casa para almorzar. Alrededor de las 17 retorna y, mientras tanto, Jorge Char, que está hace 10 años, lo cubre.

- ¿En qué consiste en la actualidad su trabajo en el Palomar?

- A la mañana se limpia todo acá adentro y se lava el bebedero; se barren la pista y las cuatro escaleras. Cuando hay mugre arriba, dentro de la cúpula donde están las palomas, se bajan los nidos y se los higieniza para que puedan reproducirse. Cuando se cae un pichón del nido, que vemos que no come solo, lo ponemos de nuevo para que no se muera, porque acá la madre no lo alimenta. Además, vendemos la bolsita que contiene el cereal para darles de comer, a 0,50 centavos cada una. Con la recaudación compramos los cereales, las escobas, el desinfectante, la sal y demás materiales de limpieza.

Antes de la gestión del ex intendente Mario Barletta, además de ocuparme del Palomar, hacía el trabajo de placero: limpiaba, cortaba, hachaba, regaba. Luego, el ex intendente decidió ocuparse de los Espacios Verdes contratando a personas para la limpieza y yo me encargué sólo del palomar.

- ¿No es muy barato vender a 0,50 centavos la bolsita de cereal considerando cómo aumentaron los alimentos?

- Si, es poco, y la gente nos lo dice, pero hace nueve años que no modificamos el precio. Mientras se pueda y alcance para comprar el alimento, no lo vamos a aumentar. Por mí lo dejaría en ese precio los cuatro años que me faltan para jubilarme. Pero si todo sigue subiendo, no vamos a tener más remedio que subirlo.

- ¿Cómo surgió la idea de venir a trabajar acá?

- Antes era el placero de la Plaza Alberdi, entre tres o cuatro años. Un día, el capataz que teníamos me preguntó si no quería ir al Palomar en reemplazo de uno de los hombres que estaba acá. Esto fue hace 35 años, más o menos. El muchacho vivía en Alto Verde y se había inundado. Me pidió que lo cubriera los lunes y martes, y los fines de semana de por medio. Al principio no estaba convencido porque me gustaba ir al baile los sábados. Pero probé y me gustó. ¡Me hablaba con tanta gente! Era lindo. Después, el otro hombre no quiso venir más y yo quedé de encargado. En el medio pasó mucha gente, porque a los que venían -confiesa tímidamente-, les gustaba tomar y se ponían borrachos acá. Muchas veces dejaban abierto el palomar, entonces los fotógrafos que trabajan en la plaza tenían que cerrarlo. Y, si no, me llamaban para que viniera. Eran un desastre.

- ¿Realizó otros trabajos antes de venir a la Plaza?

- Si, estuve en el Corralón. Salíamos a limpiar los barrios con las guadañas. Hicimos toda la poda del Mercado de Abasto, en el barrio Yapeyú. Yo era jovencito, tenía 19 ó 20 años, y me subía a la punta de los árboles y los empezaba a desgajar con la hachita de mano. Antes no había máquinas; teníamos que sacar los árboles de raíz, con lo grandes que eran. Las manos me quedaban en carne viva. Y cuando pasaba una línea de alta tensión, no podíamos estar a un metro y medio porque nos levantaba, por el acero del hacha. Teníamos que bajar hasta nivelarlo y después cortarlo.

La charla se interrumpe de tanto en tanto, cuando algún niño se acerca a comprar el cereal para las palomas. “¿Cuánto sale la bolsita?”, pregunta tímidamente un pequeño de profundos ojos pardos mientras muestra la moneda bajo su blanca manito. “0,50 centavos, papi”, le responde García, al tiempo que abre la sucia y desteñida caja de madera donde guardan el cereal. El niño agarra el alimento y sin más ademanes lo desparrama por el cemento. Un instante después, el pequeño se ve rodeado por las aves, que se desesperan por comer. Sus ojos brillan por el asombro del espectáculo, ante la mirada firme de su padre.

- ¿Cuántas palomas hay aproximadamente?

- Más o menos 1.200. Hemos llegado a tener 3.000 en otras épocas. Lo que pasa es que se van. Ahora que empezó a trabajar el puerto de nuevo, emigran hacia allá. Algunas vuelven, pero otras se habitúan ahí y se quedan. Por esta zona está lleno, pero la mayoría viene a comer acá.

- Se dice habitualmente que las palomas traen enfermedades, ¿alguna vez tuvo usted alguna consecuencia en la salud por trabajar acá?

- No, todavía sigo trabajando, como hace 34 años. Y estoy bien. Tengo problemas cardíacos, pero por mi enfermedad. Soy hipertenso, crónico renal y diabético. En cualquier momento me puedo quedar sin riñones; pero, sin embargo, estoy acá y nunca me agarré nada. Además, los otros palomeros que estuvieron aquí nunca se enfermaron. Han venido estudiantes al palomar a buscar abono para analizarlo por los parásitos, pero yo nunca me enfermé.

- ¿Qué anécdotas me puede contar de estos 39 años de trabajo?

- Cuando trabajaba en el Mercado de Abasto, en el barrio Yapeyú, éramos varios los podadores. La leña de los árboles iba para los ladrillos de la municipalidad, pero cuando sobraba mucha, nos daban permiso para venderla. Recaudábamos esa plata para hacer la despedida a fin de año. Todo gratis para todas las familias. ¡Lo pasábamos de lindo! Bailábamos y comíamos todo el día. Contratábamos un conjunto de chamamé o uno de cumbia y nos divertíamos. Es el recuerdo más lindo que tengo de mi juventud. Contábamos las anécdotas graciosas y compartíamos con la familia.

- ¿Cómo es el trato con la gente que viene a la plaza?

- A veces te insultan, hay para todo. Pero lo que más me gusta es el trato con los niños. Es amoroso. Vienen unas “gurruminas” que te piden “papa” con la monedita (se le ilumina la cara). A los chicos discapacitados no les cobro la bolsita. Pueden venir y sacar las que quieran. Yo les digo a los padres: “lo que busquen para ellos es gratis”.

- ¿Por qué?

- Porque me gustan y sufro a la vez. Si vienen contingentes o escuelas enteras, les compro dos o tres gaseosas. Las madres o maestras por ahí no quieren aceptar, pero yo lo hago de corazón. Con Jorge (su compañero) los atendemos y los llevamos a los juegos que son especiales para ellos. La gente tiene que saber que esos juegos son para discapacitados, no pueden dejar hamacarse a chicos que no son como ellos. A algunos les gustan las palomas, y otros “disparan” porque les tienen miedo o se enojan porque se les suben encima.

- Cambiando de tema, hay una política expresa desde el municipio, de recuperación de los espacios públicos. ¿Cómo ve la plaza hoy? ¿Cómo se siente con su trabajo?

- Hoy la plaza está impecable y muy bien cuidada. Está muy linda. Ahora la están pintando por zonas y pronto van a plantar unos rosales para embellecerla. Pero creo que la municipalidad o los padrinos de la plaza deberían hacer algo para no dejar que se instalen vendedores ambulantes los fines de semana. No pagan impuestos y ensucian todo, y después las chicas de Espacios Verdes tienen que limpiar. Hace dos años que estoy bien acá. Y ya no me ocupo de hacer de placero. La verdad, no me puedo quejar.

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Unas 1.200 palomas se alimentan en el céntrico espacio verde.

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ESPACIO PARA LA INCLUSIÓN

En el marco de la puesta en valor de los espacios verdes de nuestra ciudad, la municipalidad ofreció a la Unión Personal Civil de la Nación (UPCN) el padrinazgo de la Plaza Colón, que se concretó el 19 de setiembre de 2008. Esta entidad gremial soñaba hace años con desarrollar un espacio público adaptado para chicos con capacidades especiales, en un marco de inclusión social. Así fue como se incorporó en la plaza un nuevo mobiliario con juegos y hamacas especiales, un Ta-Te-Ti sensorial y dos paneles con el lenguaje argentino de señas. “Lo único malo que hicieron fue sacar los pececitos de la pileta, que estaban desde 1941. Todo para mostrar el mapa de la ciudad”, sostuvo enojado Daniel García, agitando las manos en señal de protesta.

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El Palomar, uno de los principales atractivos de la plaza.