El 1º de mayo de 1974: Perón y los Montoneros

Rogelio Alaniz

A la fecha se la recuerda como el día en que Perón echó de la plaza a Montoneros, es decir los mismos que un año y medio antes eran ponderados como la juventud maravillosa. Los enfrentamientos de Perón con la Juventud Peronista no eran nuevos, pero ese día adquirieron tono público, violento y desencajado, a partir de las dos palabras que el jefe del peronismo usó para referirse a ellos: “estúpidos” e “imberbes”.

La crisis se venía venir, se sabía que el desenlace iba a ser duro, pero nadie imaginó que Perón iba a perder la línea como la perdió. Los entendidos dicen que el “Viejo” se “sacó” cuando oyó que insultaban a su mujer. Es una explicación bastante pobre. Suponer que Perón se comportó como un marido enojado es no hacerle justicia a la política y, sobre todo, a él.

Antes del 1º de mayo, Perón había dado señales significativas contra la “jotapé”. En enero de ese año los diputados juveniles habían renunciado luego de esa suerte de emboscada política que él les tendió después del asalto del ERP al cuartel de Azul y su propuesta de reformar el Código Penal para reprimir a los subversivos, a los que no vaciló en calificar de psicópatas.

Perón, en esos meses, avaló la renuncia de Bidegain en provincia de Buenos Aires, legitimó la intervención golpista y ultraderechista de Navarro en Córdoba y propició la caída del gobernador Martínez Baca en Mendoza. Como para dejar en claro que en aquella guerra contra la subversión Perón no sería neutral, designó a Alberto Villar y Luis Margaride como jefes de la Policía Federal y la Superintendencia de Seguridad. Se trataba de dos policías especializados en represión política, una suerte de discípulos de Ramón Falcón o, tal vez, algo peor.

Hacía rato que Perón había perdido la paciencia, entre otras cosas porque no estaba acostumbrado a que lo contradijeran. En febrero de ese año, en una conferencia de prensa, se había desencajado por las preguntas de la periodista Ana Guzzetti. Sus respuestas fueron amenazantes y groseras. Nada que ver con el Perón divertido y ocurrente de sus años en el exilio.

Por lo tanto, lo que sucedió ese 1º de mayo fue, si se quiere, previsible, previsible para todos. En los años sesenta quienes no éramos peronistas sosteníamos que cuando Perón retornara a la Argentina inevitablemente se iba a enfrentar con su izquierda nacional y popular, entre otras cosas porque el Perón real no tenía nada que ver con la imagen que sus devotos había construido. Según Lanusse, el retorno del líder pondría las cosas en su lugar: Perón no moriría como un héroe de la izquierda nacional, sino que se vería obligado a condenar a los mismos que él había soliviantado desde el exilio. Quienes conocían a Perón, quienes habían estudiado su filiación ideológica, sabíamos muy bien que su socialismo nacional no era más que una mascarada, un recurso retórico, para sostener el poder en el exilio, movilizando a los sectores juveniles dispuestos a consumir esa papilla ideológica suministrada por el viejo zorro.

Los jóvenes que marcharon a la Plaza, por su parte, estaban muy lejos de ser ingenuos o candorosos. Sus consignas del tipo “Qué pasa general que está lleno de gorilas el gobierno popular” o “No queremos carnaval, asamblea popular”, apuntaban contra la política de Perón, la misma que esa mañana había formulado en el Congreso de la Nación ponderando las virtudes del pacto social y llamando a la unidad de todos los argentinos. Por esas paradojas de la historia, Perón reservó su trato despótico y autoritario a sus seguidores juveniles, mientras que fue sorpresivamente amplio con los mismos que, veinte años antes, había perseguido y encarcelado. Incluso fue más benigno. A Lanusse y Menéndez -por ejemplo- los juzgó y los condenó, y no hizo caso a los consejos de Evita de fusilarlos. No tuvo las mismas consideraciones con su juventud. Recurrió a los peores carniceros de la cloaca para matarlos como a perros, o, “como a ratas”, como dijera Stecco.

¿Tenían razón los jóvenes peronistas en estar furiosos con su jefe? No es fácil responder la pregunta porque en política esas consideraciones abstractas raras veces son pertinentes. Digamos en principio que los jóvenes podían argumentar con cierta lógica que su presencia movilizadora en los años de la resistencia había sido decisiva para asegurar el retorno y, por lo tanto, se habían ganado el derecho a opinar. El razonamiento es lógico, pero tiene un defecto: no vale para el peronismo y, mucho menos, para Perón. Para bien o para mal, los jóvenes dependían de Perón y esa dependencia no admitía fisuras. Idealistas, combatientes, heroicos, lo cierto es que ellos eran todo con Perón, pero sin Perón no eran nada.

De todos modos, la cita en la Plaza no se dio entre santitos y taimados, sino entre proyectos políticos que no vacilaban en manipular y en matar para lograr sus objetivos. Montoneros reclamaba a los gritos una asamblea popular, invocando para ello los tradicionales actos populares de los tiempos del primer peronismo. La consigna era movilizadora, pero para la tradición del peronismo no era verdadera, porque nunca los grandes actos de los años cincuenta fueron asambleas populares. Por el contrario, lo que entonces regía era una relación típica de los regímenes cesaristas: el líder en el balcón y la masa en la plaza aclamando.

La otra consigna, formalizada en signo de pregunta, “¿Qué pasa general que está lleno de gorilas el gobierno popular?”, también era falsa. Quienes integraban el gobierno presidido por Perón no eran gorilas sino peronistas, algunos con títulos y credenciales mucho más legítimos que sus jóvenes impugnadores. ¿Fachos, ortodoxos, conservadores? Puede ser, pero no por ello menos peronistas. Si ese rostro del peronismo espantaba a los jóvenes -o los asqueaba-, la culpa no era de Perón o el peronismo, sino de ellos que construyeron y consumieron una imagen que poco y nada tenía que ver con la realidad.

El 1º de mayo de 1974 Perón concretó la ruptura con Montoneros. Lo hizo como nunca lo había hecho: insultando y amenazando con los puños cerrados. Toda la puesta en escena estaba marcada por la violencia. Habló protegido por una cabina de vidrio porque se rumoreaba que iban a atentar contra su vida. Se recuerdan las palabras “estúpidos” e “imberbes”, pero se recuerda menos el momento en el que dijo, fuera de sí: “...y todavía no han hecho tronar el escarmiento”. Allí su voz se elevó unos cuantos tonos y su gestualidad se endureció.

En mayo de 1974, las palabras eran algo más que una mezcla de sonidos y de furia, eran por sobre todas las cosas una declaración de guerra y una amenaza de muerte. Perón habla desde el balcón de la Casa Rosada. Exhibe los atributos reales y míticos del poder. Como para que nadie se llame a engaño, habla acompañado de Isabel y López rega. Los mismos jóvenes que ahora eran acusados con las peores palabras, habían inventado la singular categoría política del “entorno”, según la cual, el jefe estaba entornado por el Brujo. Los hechos demostraban exactamente lo contrario: Perón estaba mucho mas cómodo con López Rega que con Firmenich.

Los peronistas justifican a su jefe, diciendo que fueron los jóvenes los que declararon la guerra a su líder asesinando a José Rucci al otro día de su asunción como presidente. Algo de cierto hay en esa afirmación. Los Montoneros negociaban tirando un muerto sobre la mesa. Lo que hicieron con Rucci, lo harían luego con Mor Roig y Kraiselburd. Es lo que habían aprendido y lo que le habían enseñado. La respuesta de Perón no fue menos dura. Una semana antes del 1º de mayo se contabilizaban más de treinta unidades básicas allanadas y en algunos casos dinamitadas. Como fruta del postre, el 30 de abril era asesinada la militante de la “jotapé” de Monte Grande, Liliana Ivanof.

Se dice que Perón intentó reencauzar a sus jóvenes, pero los muchachos ya estaban en otra cosa. Para los ortodoxos, esa “otra cosa” era el marxismo. ¿Fue así? No estoy tan seguro. Los Montoneros eran manipuladores y tramposos, pero en su manera de concebir la política, siempre estuvieron más cerca del peronismo que del marxismo. Para ello basta con prestarle atención a su posterior evolución política en el interior del peronismo, ejercicio que permite verificar que, equivocados o no, nunca dejaron de ser peronistas.

Perón, ¿podría haber resuelto la diferencia con Montoneros en otros términos?. Tal vez sí, pero no lo aseguraría con mucho énfasis. En principio se me ocurre que no era necesario recurrir a un carnicero como López Rega para zanjar las diferencias. Es lo que hubiera hecho cualquier líder de un movimiento socialista o liberador. Pero Perón no era Allende o Liber Seregni; era Perón, y los que así no lo creían terminaron por aprenderlo aquella tarde ruinosa y ruidosa del 1º de mayo de 1974.

El 1º de mayo de 1974: Perón y los Montoneros

Plaza de Mayo, llena de militantes, escucha las palabras de Perón, quien hablaba flanqueado por Isabelita y López Rega. Minutos después, frente a los cánticos provocadores de la “juventud maravillosa”, el general reaccionará con furia y los fustigará con desprecio. En respuesta, Montoneros y la JP abandonarán el espacio histórico. foto: Archivo el litoral