El arte, una búsqueda incesante (I)

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“Eco y Narciso” (1903), de John William Waterhouse.

Elda Sotti de González

Según consta en el Diccionario de Mitología de Homero Lezama (1988), Narciso, hijo del dios-río Cefiso y de la ninfa Liriope, era un joven muy bello. Su belleza lo llenaba de orgullo. Iba con frecuencia a una fuente para contemplar en ella su imagen. Como no encontraba entre las ninfas ninguna más hermosa que él, las rechazaba. Narciso sólo fue capaz de amarse a sí mismo, olvidándose del amor a los demás. A su muerte, fue convertido en la flor que lleva su nombre. Se suele llamar narcisista a quien otorga demasiada atención a su belleza física. Sin dudas, para Narciso el tema estético ocupaba un lugar preponderante.

Digamos que la Estética es una rama de la Filosofía que se ocupa del arte y la belleza. Es un vocablo que proviene del griego aisthesis y alude a la sensación. Nos estamos refiriendo a las impresiones que recibimos por medio de los sentidos y también a la emoción causada en el ánimo. Observar un cuadro que nos impacta, asistir a un concierto que nos resulta placentero, disfrutar de una obra de teatro, contemplar un cuerpo perfecto, por ejemplo el David de Miguel Ángel, son experiencias que se pueden definir como estéticas, experiencias en las que nos relacionamos con las creaciones artísticas. Los filósofos, los críticos de arte, los artistas, entre otros, reflexionan sobre los problemas del arte y entre los interrogantes que se plantean, están los siguientes: ¿Qué es lo bello? Los valores estéticos, ¿son objetivos o subjetivos? El arte, ¿debe tener siempre como propósito crear belleza? ¿Hay normas que permiten determinar objetivamente la calidad de una obra de arte?

Son temas que han recibido variadas respuestas, según las épocas y las distintas culturas. En esta oportunidad, nuestro propósito será solamente asomarnos a algunas cuestiones que tienen que ver con la evolución, a grandes rasgos, de las ideas estéticas a lo largo del tiempo.

En la Antigüedad, Platón planteaba la existencia de dos mundos: el sensible, que se llega a conocer mediante los sentidos y el mundo inteligible, el de las Ideas, en el que están los modelos verdaderos. Tomemos como ejemplo la idea de Belleza que, según Platón, es eterna, perfecta, inmutable, arquetipo o modelo y todo aquello que se considera bello en este mundo sensible, participa de esa Idea. En el Libro X de República, Platón señala que el arte imitativo está muy lejos de lo verdadero y que no es más que una simple apariencia. Por estos motivos, este autor subestimaba al arte. Aristóteles, por su parte, otorgaba a ciertas representaciones artísticas una misión positiva, la de catarsis. Para el Estagirita, en la tragedia, a partir de incidentes que suscitaban la piedad y el temor, era posible lograr la purificación de dichas emociones. Así, el público experimentaba placer. Los griegos entendían que el arte era mímesis o representación de la realidad y relacionaban la belleza con la proporción perfecta, con lo bueno, con el bien.

En la Edad Media, la verdadera belleza estaba más allá de lo terrenal. El arte se vinculaba a la religión e intentaba transmitir el mensaje cristiano, fortaleciendo la fe de los fieles mediante símbolos y alegorías. Imágenes de santos y pasajes de las Sagradas Escrituras decoraban las iglesias románicas y las magníficas catedrales góticas. En esas imágenes, que expresaban la verdad y la belleza eternas, se reflejaba el poder de Dios. Digamos también que en la literatura medieval, los héroes eran presentados con rostros hermosos y cuerpos perfectos. Y los personajes malvados, generalmente eran feos.

Con el arte del Renacimiento, siglos XV y XVI, el ser humano aparecía particularmente realzado. El estilo teocentrista daba paso al estilo antropocentrista. Los artistas del Renacimiento se inclinaron por la belleza de la naturaleza y, en especial, por la del cuerpo humano.

Hasta aquí se podría decir que la belleza era entendida como consonancia entre las partes, armonía, orden, justa medida. En la Modernidad la atención gira del objeto al sujeto. Se le otorga más valor a la experiencia del sujeto. Las teorías objetivistas sostienen que las cosas son bellas en sí mismas, es decir, lo bello está en el objeto; en cambio, en las teorías subjetivistas lo bello está presente en la experiencia de quien observa, es decir, en las sensaciones que le provoca una obra de arte.