Juan Martín de Pueyrredón, aquellos nobles patricios

Rogelio Alaniz

Nació en Buenos Aires en diciembre de 1776 y murió en su quinta de San Isidro en marzo de 1850. Desde 1806 hasta 1820 fue un protagonista central de la política nacional. Como se suele decir en estos casos, estuvo en todas. Pertenecía a una familia acomodada de Buenos Aires, una de esas familias que la jerga clasita de la época calificaba de “decente”. El secundario lo hizo en el Colegio San Carlos y los estudios universitarios en París y Cádiz, ciudades que recordará siempre.

Cuando los ingleses invadieron estas tierras, fue uno de los primeros que salió con un puñado de gauchos a enfrentarlos. No le fue bien. Después, como la mayoría de los criollos de su tiempo, se hizo algunas ilusiones con los invasores, entusiasmo que no le duró mucho, entre otras cosas, porque los ingleses enseguida se preocuparon para dejar claro que no venían ni a civilizar ni a traer el mensaje de la libertad, sino a saquear.

Peleó al lado de Liniers y de Alzaga. Paradojas de la vida. Los dos héroes de Buenos Aires luego serán ejecutados por la revolución. Pueyrredón no fue quien dio las órdenes, pero compartió las decisiones. En 1808 y 1809 conspiró con sus amigos Castelli, Belgrano, Vieytes y Rodríguez Peña para instalar en el Río de la Plata a la princesa Carlota Joaquina, esposa del rey de Portugal y hermana de Fernando VII. Tampoco le fue bien en esta empresa. Para esa época el hombre ya estaba comprometido con la revolución y sus excelentes contactos en Europa explican que el cabildo lo enviara a España. Desde allí informó que los reyes son unos inservibles, que Cisneros es un mal bicho y que lo mejor que se puede hacer es la revolución. Alzaga se entera del contenido de la carta y pide su cabeza. La astucia y la suerte le permitirán eludir el lazo del implacable comerciante vasco.

Pueyrredón será uno de los protagonistas importantes de la Revolución de Mayo de 1810. Su primera responsabilidad política será la de hacerse cargo de la gobernación de Córdoba en el peor momento, es decir cuando Liniers se ha alzado en armas y las tropas revolucionarias luego de capturarlo lo han fusilado.

Después lo vamos a encontrar en Charcas cumpliendo tareas de intendente. Se sabe que uno de los objetivos estratégicos de la Revolución fue recuperar el tesoro del Potosí. No era para menos. El comercio de oro y plata del Alto Perú representaba casi el ochenta por ciento de los ingresos de Buenos Aires. La revolución o la contrarrevolución para ser más preciso- cortó esa fuente de riquezas que eran indispensables para asegurar el funcionamiento del nuevo poder. Pueyrredón fue el hombre encargado de trasladar ese tesoro. No pudo hacerlo, pero está claro que una tarea de esa envergadura sólo se la podían encomendar a un hombre probado en la gesta revolucionaria.

No era fácil ser revolucionario en esos años. Esta verdad la supo enseguida Pueyrredón, pero también la aprendieron Castelli, Belgrano y Moreno, entre otros. Se sabe que las revoluciones cuando se desatan consumen a sus propios hijos y lo hacen sin reparos ni misericordia. La Revolución de Mayo en ese sentido no fue la excepción. Cada tarea que se les encomendaba a los jefes, estaba cargada de acechanzas internas y externas. Las externas eran duras, pero previsibles; las internas eran igual de duras, pero además eran imprevisibles.

Esta verdad, Pueyrredón terminó de aprenderla cuando le tocó hacerse cargo del Ejercito del Norte. A las derrotas y la desmoralización de las tropas, se sumaban las feroces intrigas entre oficiales y caudillos. Nuestro hombre tuvo que lidiar con la insidia, la ingratitud y la insolvencia. Hizo lo que pudo, pero para 1813 estaba en Buenos Aires integrando el Segundo Triunvirato.

Su hora política más gloriosa todavía no había llegado. La Revolución atravesaba por vicisitudes cada más duras y, para colmo de males, el retorno de Fernando VII al trono en 1814 parecía anticipar los peores presagios. El flamante rey no sólo que amenazaba con cortarle la cabeza a todos los rebeldes, sino que para probar que no hablaba por hablar preparaba una flota de alrededor de diez mil hombres encargados de cumplir esa humanitaria tarea.

A ese escenario desfavorable, se sumaban nuestras guerras civiles. Para 1815, esto que todavía no es un país, está dividido en dos o más centros de poder. Es en ese contexto cuando se decide convocar a un Congreso Nacional en Tucumán con el objetivo de declarar la independencia, es decir, tomar la iniciativa más audaz y trascendente desde 1810 a la fecha.

El Congreso inicia sus sesiones el 24 de marzo de 1816. El 3 de mayo, por amplia mayoría y con los auspicios de San Martín y Belgrano, los congresales eligen a Juan Martín de Pueyrredón en el cargo de Director Supremo. Lo será hasta 1820. Su gestión estará muy lejos de parecerse a un lecho de rosas. Apenas elegido, Portugal invade la Banda Oriental y, según los historiadores revisionistas, Pueyrredón mira para otro lado. La imputación de haber entregado a Artigas, nunca se la podrá sacar de encima. Dicho sea de paso, él tampoco hizo mucho para defenderse de algo que siempre consideró que era inevitable.

Al respecto, no deja de llamar la atención que se levanten voces tan ruidosas contra Pueyrredón y no se diga una palabra de los colaboradores de Artigas -civiles y militares- que lo traicionaron sin que se les moviera un pelo. Tampoco se dice nada de la puñalada en la espalda que López y Ramírez le van a asestar al caudillo oriental. La otra imputación contra él, es la de haber ordenado a San Martín que regrese de Chile con sus tropas para enfrentar a las montoneras federales. Como se sabe, San Martín desobedeció el pedido del Director Supremo. Esa desobediencia al poder de Buenos Aires -¿o al poder nacional?- no se la van a perdonar nunca.

Supongo no descubrir la pólvora si digo que nuestro héroe en su larga vida pública acertó y se equivocó muchas veces. Tampoco es una novedad recordar que gracias a sus decisiones, San Martín pudo terminar de armar el Ejército de los Andes. La iniciativa militar del Libertador jamás habría podido cumplirse si no hubiera contado con el financiamiento de Buenos Aires y, en particular, el apoyo de Pueyrredón.

La carta que el Director Supremo le envía a San Martín en noviembre de 1816, merece ser conocida porque pone en evidencia la relación entre estos dos grandes hombres: “A más de las cuatrocientas frazadas de remitidas de Córdoba, van ahora quinientos ponchos que son los únicos que he podido encontrar... Están dadas las órdenes para que le remitan a usted las cien arrobas de charqui que me pidió. Para mediados de diciembre se hará. Van los oficios de reconocimientos de los cabildos de ésa y otras ciudades de Cuyo. Van los despachos oficiales. Van los vestuarios pedidos y muchas camisas. Si por casualidad, faltase en Córdoba las frazadas, recurra al vecindario, a cualquier vecino le sobra siempre una manta vieja, es menester pordiosear cuando no hay otro remedio. Van cuatrocientos recados. Van, hoy por el correo con un cajón, los dos únicos clarines que he encontrado. Van los dos mil sables de repuesto que me pide. Van doscientas tiendas de campaña o pabellones. Y no hay más. Va el mundo. Va el Demonio. Va la carne. Y no sé cómo me irá con las trampas que quedo para pagarlo, o bien, entrando en quiebra, me voy yo también para que usted me dé algo del charqui que le mando. ¡Y qué caray! No me vuelva usted a pedir más, si no quiere recibir la noticia de que he amanecido colgado de un tirante del Fuerte de Buenos Aires”.

Esta carta es valiosa por lo que dice y por lo que sugiere. En esta carta está el temple, el honor y el humor de los hombres que hicieron la patria. Pueyrredón fue uno de ellos. Con sus errores y sus ligerezas.

A fines de 1819, Pueyrredón renuncia al cargo de Director Supremo. Diez años después hará gestiones para reconciliar a Lavalle y Rosas. Será su último servicio público a la patria.

De su vida privada, pueden decirse un par de cosas. Se casó dos veces. La primera vez con su prima Dolores, que morirá muy joven, y luego con Margarita Tellechea. Tuvo un solo hijo y un sobrino preferido. El hijo fue Prilidiano, uno de los grandes pintores de su tiempo; el sobrino, fue José Hernández, el autor del Martín Fierro. Un pintor y un poeta. No es un mal balance.

Alejado de la política, vivirá en su quinta de San Isidro hasta el día de su muerte, en marzo de 1950, cinco meses antes que su amigo José de San Martín. Nadie en su momento prestó demasiada atención a su muerte. Como siempre, los argentinos estaban ocupados en cosas más importantes que despedir a un viejo y noble patricio.

Juan Martín de Pueyrredón, aquellos nobles patricios