Editorial

La bomba que no fue

En menos de veinticuatro horas, lo que parecía ser un frustrado magnicidio pergeñado por el terrorismo internacional, se convirtió en apenas una inofensiva bomba de estruendo. El hecho ocurrió en Buenos Aires, dentro del teatro Gran Rex, donde estaba programadada una disertación del expresidente colombiano, Álvaro Uribe, finalmente concretada.

A poco del hallazgo, el mediático y sospechado juez federal Norberto Oyarbide se apresuró a calificar como “muy grave” el hecho: “Por la fortuna de Dios, no se han operado las consecuencias, que son absolutamente imprevisibles” y que “podría haber provocado muertes”, dijo el magistrado.

Sus palabras retumbaron mucho más allá de la Argentina y de Colombia. De hecho, el supuesto atentado frustrado repercutió en el mundo.

Es que Álvaro Uribe no es un exmandatario cualquiera. En primer lugar, porque gobernó durante ocho años y con mano dura un país en el que siempre resulta difícil tener certeza sobre el origen de la violencia. Dentro de las fronteras colombianas conviven sectores tan diversos como las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc), el Ejército de Liberación Nacional (ELN), grupos paramilitares, cárteles de narcotraficantes y sicarios profesionales dispuestos a trabajar para el mejor postor.

Pero, además, la noticia se dio una semana después de que se produjera un atentado en Bogotá que tuvo como objetivo al exministro Fernando Londoño, que costó la vida de dos personas e hirió a otras 54.

La apresurada voz de alarma de Oyarbide generó, incluso, una incómoda situación política interna en Colombia, donde el actual presidente, Juan Manuel Santos, mantiene una tensa relación con su antecesor, quien lo acusa de negociar con las Farc a través del gobierno venezolano de Hugo Chávez. Según Uribe, Santos extendió un marco de impunidad al terrorismo.

Pero lo más patético de la situación generada en Buenos Aires se produjo cuando la Policía Federal aclaró que, en realidad, el artefacto hallado en el Gran Rex no era más que una bomba de estruendo. Entonces, Oyarbide declaró ofuscado que no estaba al tanto de quién había ordenado realizar, sin su consentimiento, un peritaje sobre el material encontrado.

¿A quién creerle ahora?, ¿al juez o a la Policía Federal?

Lo que en el resto del mundo no se sabe -y no tienen por qué saberlo-, es que lo sucedido con el supuesto intento de magnicidio no debería extrañar a nadie. Lo ocurrido es apenas una muestra más de las debilidades y fisuras del sistema de seguridad argentino, a lo que se debe añadir la presencia de un juez que generalmente se muestra más interesado en crear escenarios de repercusión pública, que en cumplir su labor con eficiencia.

Sobre Oyarbide pesan sospechas de ser un magistrado funcional a los intereses del gobierno. Por eso, no debe extrañar que desde el Ejecutivo, la ministra Nilda Garré, haya decidido ordenar su propia investigación sobre lo sucedido.

En definitiva, un bochorno institucional que lleva la marca de una Argentina que para el mundo sigue siendo indescifrable.