La novela cosmopolita

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Henry James, retratado por John Singer.

Por Fabricio Welschen

 

“Los embajadores”, de Henry James. Traducción de Carles Llorach. Montesinos. Madrid, 2011.

La figura de Henry James, y por consiguiente la literatura por él producida, se mantiene en una ambivalencia constante en cuanto a su pertenencia exacta. Y es que la figura autoral de Henry James se encuentra en un borde que lo sitúa en dos lugares, espacial y temporalmente diferentes. Efectivamente, con respecto a James, surgen las siguientes preguntas ¿es estadounidense o europeo (inglés, para ser más precisos)? ¿Su literatura es del siglo XIX o del XX? pregunta que podría reformularse de la siguiente manera: ¿qué producción literaria es más característica de la obra de James, qué producción literaria ha sido de especial importancia para concretar el aporte y la vigencia de este escritor a la literatura universal, la publicada en el siglo XIX o la publicada en el siglo XX?

Harold Bloom en El canon occidental, por ejemplo, no pone mayores reparos a la cuestión y sitúa a James como parte de la literatura estadounidense y perteneciente a la literatura del siglo XIX. Pero ¿cuán seguro es esta última clasificación si se tiene en cuenta que la trilogía de la madurez autoral de James se encuentra compuesta por Las alas de la paloma (1902), Los embajadores (1903) y La copa dorada (1904), y que constituyen el núcleo artístico más trascendente y que mayor aporte ha dado a la literatura universal la prosa de James? A su vez, hay que tener en cuenta que las exploraciones hacia la subjetividad de los personajes que James lleva a cabo en sus novelas constituyen un claro precedente del “fluir de la conciencia”, o “monólogo interior”, que sería uno de los elementos principales que emplearían los autores insignes del movimiento moderno o vanguardista: Virginia Woolf en La señora Dalloway (1925) y Al faro (1927); William Faulkner en El ruido y la furia (1929) y ¡Absalón, Absalón! (1936) y, por supuesto, James Joyce.

El caso de Los embajadores (The ambassadors, 1903), novela que James reconocía como su preferida, se ve sujeta a esta dualidad imperante en la figura y obra del autor. Por sus características, esta obra, que se encuentra entre las más destacadas del siglo XX, es imposible que sea considerada una Gran Novela Americana, a pesar de que James se encuentra entre los nombres de la tradición canónica, puesto que la misma literatura estadounidense no la clasificaría de esa forma. La obra en sí, en vez de representar concretamente el espíritu de la nación, como sí lo hacen Moby-Dick (1851) de Herman Melville o Una tragedia americana (1925) de Theodore Dreiser (cada una a su modo), opta por situar su trama en un ámbito cosmopolita; un París repleto de personajes estadounidenses, es cierto, pero personajes que actúan siempre condicionados por el lugar en el que se encuentran.

La historia no es compleja: Lewis Lambert Strether, hombre ya maduro, viaja a París junto con otro compañero, con el objetivo de traer de regreso a los Estados Unidos al hijo de Mrs. Newsome, Chad Newsome, que, por lo que se dice, permanece cautivo de una relación amorosa con una mujer francesa. Los resultados de la “embajada” no le serían indiferentes a Strether puesto que del éxito de la misión en Europa depende que se concrete el compromiso entre él y la viuda Mrs. Newsome. Pero no bien llegado a su lugar de destino, es el mismo Strether quien cae preso del encanto parisino, llegando al punto de entablar íntima relación no sólo con el descarriado Chad, sino también con todo su círculo de amistades. Strether comienza a sentir que toda su vida pasada en los Estados Unidos ha sido desaprovechada y que es ahora, en París y ya cerca de la vejez, que puede empezar a vivir verdaderamente. Es en este punto que Strether se ve ante el dilema de cumplir con su misión y hacer lo correcto o dejarse tentar por los atractivos visuales y sensuales que le ha descubierto su llegada a París.

La novela está narrada en una tercera persona que se posiciona en el punto de vista de Strether, cuyos descubrimientos y averiguaciones acerca de lo que sucede con Chad en París (así como el desenvolvimiento de los titubeantes deseos del propio Strether) son suministrados al lector en los extensos diálogos que mantiene el protagonista con María Gostrey, su principal confidente. Diálogos que, en su mayoría, tratan los temas de forma implícita, dándolos por supuesto, como si la intromisión en la subjetividad del personaje se viera sublimada en el discurrir dialógico, convirtiendo, de esta manera, el tejido de la trama en algo tan complejo y desorientador para el lector como lo pueden ser algunos pasajes del Ulises (1922), de Joyce. Lo cual no es casual, puesto que por su complejidad narrativa, Los embajadores es el primer precedente de la obra de Joyce en el mismo siglo XX.


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“Campo de Marte” (1911), de Robert Delaunay.