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“La metáfora y lo sagrado”

Héctor A. Murena (Buenos Aires, 1923-1975) fue un escritor ligado al grupo Sur. Fino polemista, supo discutir con los principios hegemónicos que se imponían en su tiempo (Sartre, el estructuralismo, la sociología con pretensiones científicas). Ahora se reedita La metáfora y lo sagrado, de 1973, que incluye “El arte como mediador entre este mundo y el otro”, de La cárcel de la mente, de 1971. En “Ser música”, describe el éxtasis que le produjo escuchar un disco con un recital de textos del Corán, “trozos de ardorosa matemática, de rigor tan preciso como la caligrafía árabe”, en la que poco a poco empieza a reconocer distintos instrumentos musicales (violín, piano, tambores) pero conjugados en la voz de recitador: “El cantor era todos los instrumentos. Pero lo que brotaba con mayor claridad era aquello hacia lo que el canto crecía en homenaje: el silencio”. La descripción de esta sublime fruición le revela el origen de las artes, y el recuerdo de otra música de inefable intensidad: las Seis piezas para orquesta de Anton Webern.

Sigue el ensayo titulado “El arte como mediador entre este mundo y el otro”, cuyo “Excursus” que lo acompañaba originalmente rezaba: “Misterio sin respuesta formulable, pero que la criatura debe mantener vivo para estar de verdad viva, el misterio del tiempo del nacimiento, contemplado, puede conseguir, junto con el misterio del lugar de origen, que la mente pierda los dos ojos de un conocer trivial para conseguir la mirada de un renacimiento”. Los ensayos llevan como epígrafe y objeto de meditación el verso de Gottfried Benn: “Melancolía: que a la poesía conduce”. No la “negra bilis” sino la nostalgia por el paraíso perdido, “nostalgia por el Otro Mundo”.

Sigue “La metáfora y lo sagrado”, donde se estudia la meta indecible del arte, el silencio; la metáfora como operación esencial de fe, más allá de la lógica y contra la lógica; la metáfora también como renovación del estupor original (paradisíaco) frente al mundo; de la metáfora, finalmente como semejanza: “Ser semejanza es ser algo que no se es totalmente, somos sólo una parte de aquello a lo que nos asemejamos. Somos anuncios de algo ausente, de una Ausencia. Somos nuncios. Cada uno de nosotros es para sí mismo anuncio, nuncio de lo que fue en el Paraíso: ese Adán que hablaba en verso”.

“La sombra de la unidad”, el último apartado, se refiere a la traducción, ampliando la acepción a su base: trans-ducere, “llevar más allá, convertir una cosa en otra. Pero convertirla a fin de que sea más plenamente lo que era, es”. Una traslación, en teoría, infinita. “Esto exige preguntar: ¿qué es lo absolutamente intraducible que permite y reclama la posibilidad y la práctica infinitas de traducción? Lo absolutamente intraducible es la Unidad perdida, que la traducción recuerda con su incesante esfuerzo por reunir las cosas convirtiendo unas en otras”. Esa unidad que lleva a Murena a concluir con sendos capítulos sobre “la decadencia del Tao” y la condena babélica.

En los ensayos resuena a menudo la palabra “misterio”, una palabra casi prohibida a los pensadores de las últimas décadas, no sin razón dado el desgaste de quienes apelaron al término para justificar sus limitaciones. Sin embargo, en estos escritos evidentemente adquiere otra dimensión, así como las muchas referencias místicas (al jasidismo, al Bhagavad Gita, a la Biblia). La edición que presenta El Cuenco de Plata cuenta con un notable prólogo de Silvio Mattoni.